lunes, 15 de septiembre de 2008

Los Incas Frente a España

Luis Guzmán Palomino
Hugo Guevara Ávila
LOS INCAS FRENTE A ESPAÑA
El ocaso de un imperio

PRÓLOGO
Finalizaba el primer cuarto del siglo XVI cuando en el Perú de los Incas empezaron a circular vagas noticias acerca de la presencia de gentes extrañas en el continente. Por esos años, postreros del gobierno de Guayna Cápac, el imperio andino llevaba su dominio desde el Rumichaca en la frontera colombo‐ecuatoriana, hasta el Aconcagua y el país de los Chiriguanos por el Sur, y de la ceja de selva a las orillas del mar. Por su dilatada extensión geográfica lejos estaba de haberse consolidado su dominio.
Merced a una avasalladora conquista militar, en menos de un siglo, como ya hemos mencionado, los señores orejones del Cuzco, aristocracia eminentemente guerrera a partir del acceso al poder de Pachacuti, habían logrado el sometimiento de numerosas naciones que antes se desarrollaron independientes o interdependientes en un ámbito local o regional. Y por lógica, los curacas o reyezuelos de esas naciones aceptaban de mal grado el dominio, proyectando en todo momento la sublevación con la mira de recuperar la perdida autonomía. Pero la carencia de unidad nacional era apenas uno de los varios problemas que enfrentaba el Tahuantinsuyo, por los años en que la mayor potencia imperialista del orbe, España, extendía sus ambiciones allende los mares.
Finales del gobierno de Guayna Cápac, decíamos, años en que las revueltas se hicieron frecuentes en el Imperio de los Incas, razón por la cual ese gobernante apenas pudo mantener el dominio conquistado por sus predecesores, sin realizar avances expansionistas de importancia. A consecuencia de ello, frecuentes fueron también las represiones sangrientas, sobre todo en el Chinchaysuyo, castigos que resentirían contra los Incas a muchas de las naciones sometidas y, por desgracia, en vísperas de la invasión española. Con todo, Guayna Cápac, cuyo apoyo principal estuvo constituido por la casta militar del imperio, estableciendo la sede de su gobierno en Tumipampa quiso convertirla en eje de nuevas conquistas hacia el Norte, hacia esa región con la que se mantenía hasta entonces sólo relaciones comerciales y de donde, precisamente, provenía la asombrosa nueva de que extraños seres venían por el mar.
Relata la crónica occidental que Guayna Cápac llegó a presagiar la catástrofe del imperio autóctono y su conquista por aquellos; no es fácil creerlo, teniendo en cuenta que el Inca se consideraba líder del ejército más poderoso del mundo. Pero lo cierto es que ya en ese tiempo, los antiguos peruanos recibieron informes precisos acerca de lo que acontecía más allá de sus fronteras septentrionales.
La muerte de Guayna Cápac, en oscuras circunstancias, provocó el vacío de poder en el Tahuantinsuyo. La casta militar controlada por la dinastía de los Hanan Cuzco y por la panaka de Pachacuti, encabezada por Atahuallpa estacionado por entonces en Quito, se negó a aceptar la proclamación que se hizo en el Cuzco de Huáscar como Inca con el apoyo de la dinastía de los Hurin Cuzco y de la casta religiosa. Esto último fue un verdadero golpe de estado y la pretensión de restaurar los viejos moldes que habían existido antes de Pachacuti. Devino entonces inminente la guerra civil, pero ésta aún demoró algunos años, durante los cuales, aparte de crecer los odios entre las facciones enfrentadas, multiplicándose a la vez los levantamientos locales, sin que los antiguos peruanos siquiera lo sospecharan en Europa se firmaba la declaración de guerra contra ellos.
En efecto, tras conocer detalles acerca de los viajes de exploración llevados a cabo por algunos de sus audaces súbditos, la corona española, por Capitulación firmada en Toledo el 26 de julio de 1529, autorizó a Francisco Pizarro para emprender “el dicho descubrimiento, conquista y población de la dicha provincia del Perú”, nombrándolo “gobernador y capitán general de toda la dicha provincia del Perú, y tierras y pueblos que al presente hay”.
Amparada por la autorización papal, supremo poder espiritual de entonces, la corona española, proclamando el noble ideal de extender las luces de la civilización y la fe católica, se había lanzado, a partir del descubrimiento efectuado por Cristóbal Colón, a la conquista y saqueo de los pueblos del nuevo continente, anexándolos a su dominio y repartiendo entre los conquistadores sus tierras y colectividades humanas. Así de fácil y “legal”: por el hecho de no ser cristianos, absurdo alegato, nuestros ancestros nativos fueron considerados “bárbaros” y, por tanto, susceptibles de ser conquistados mediante la guerra. Reyes y papas, representantes de los poderes supremos temporal y espiritual en Occidente, invocaron el nombre de su dios para autorizar a los conquistadores la esclavización de los pobladores de América. Al respecto, bastará citar lo que la reina de España señaló a Francisco Pizarro en la mencionada Capitulación de Toledo: “En lo que toca a los indios naborías que teneís... es nuestra voluntad y mandamos que los tengaís y gobernaís y sirvaís de ellos, y que no os sean quitados ni removidos por el tiempo que vuestra voluntad fuera”. Merced de tales argucias, teniendo la ambición por motivación principal y sabiendo que lo de llevar las luces de la civilización occidental y la evangelización cristiana eran sólo pretextos que quedaban en el papel para dar apoyo “legal” a la conquista, Pizarro y su gente se aprestaron a invadir el Perú.
De esa España gobernada por la alianza clero‐nobleza no salieron a la conquista sino las gentes sin fortuna, aunque sus conductores fueron ciertamente audaces navegantes y valientes guerreros, a quienes apoyó la incipiente burguesía de sus ciudades, los comerciantes y prestamistas. Estos últimos fueron los capitalistas de la empresa; el estado actuó en forma secundaria, aunque a la postre resultó el más beneficiado. El clero y la nobleza pasarían al Perú sólo después de consolidada la conquista, luego de que el Estado imperialista español lograra reprimir los brotes separatistas de los plebeyos conquistadores que intentaron convertirse en señores feudales americanos. Aunque el feudalismo, en novísima versión extemporánea, se asentó en la tierra conquistada.
Por ironía del destino, aquel mismo 1529 estallaba en el Perú la trágica guerra civil entre los Incas, como epílogo de contradicciones de antigua y nueva data. No lo sabían aún los españoles, pero ese conflicto facilitaría la ejecución de sus planes. En esas condiciones, la empresa de los invasores no fue tarea muy difícil. Por ello, con mucha razón admitiría uno de los Pizarro: “Si la tierra no estuviese divisa... no la pudiésemos entrar ni ganar si no vinieran juntos más de mil españoles a ella”.
Porque al momento de desatarse la invasión española, se agudizaban en el imperio varias contradicciones: Hurin Cuzco contra Hanan Cuzco; panaka de Pachacuti (nucleada en torno a Atahuallpa) contra panaka de Túpac Inca Yupanqui (que apoyaba a Huáscar), vale decir Hanan contra Hanan; aristocracia sacerdotal contra aristocracia guerrera (clero solar contra ejército); estado imperial contra señores locales (Cañaris, Chachapoyas, Huancas, etc.); estado imperial contra esclavos yanaconas (llamados también mitimaes forzados); estado imperial contra campesinado hatunruna (vasto sector perjudicado por la guerra), etc.
En ese momento las contradicciones se habían agudizado al interior de la casta de los orejones, pero el proceso subsiguiente de la invasión española, cuya respuesta fue la guerra de resistencia Incaica, dio cauce a la agudización de las otras contradicciones, al sublevarse contra el Tahuantinsuyo varios señores locales y miles de esclavos yanaconas, en medio de un trastorno total cuyo epílogo fue la destrucción del estado autónomo y la anexión de su territorio a un imperio extranjero. Mas a pesar de la realidad caótica, los pueblos peruanos presentarían resistencia a los españoles desde el momento de su intromisión en nuestras tierras, resistencia que, si bien improvisada y con poca organización, no iba a cejar en ningún momento. Así lo señaló Pedro de Cieza de León, el más veraz de los cronistas, quien recogiendo versiones así españolas como peruanas escribió: “Los
indios de los valles, como entendieran haber poblado su tierra aquellas gentes, pesóles en gran manera... (y) hubo pláticas secretas entre ellos para les mover guerra”.
Punto aparte merece la mención del aparato bélico que enfrentaron los españoles a los antiguos peruanos. Tremenda diferencia: ellos trajeron cañones, arcabuces, espadas, picas, lanzas, ballestas, armaduras; caballería aplastante; perros amaestrados en la caza de indios, etc. Y los conquistadores no fueron los 160 que han repetido las versiones hispanistas, porque con ellos alinearon numeroso contingente de indios aliados traídos de Centro América, y en tal número que un conquistador escribió en el istmo de Panamá que esas tierras se despoblaban por los muchos nativos que se llevaban para el Perú. Contaron también los españoles con destacamentos de guerreros negros, hábiles en guerras contra indios. Y por si fuera poco, tuvieron pronto el auxilio venido por el mar, con lo que la conquista se tornó incontrovertible. Comprobada la existencia del país del oro, nada hubiera impedido la conquista del Tahuantinsuyo. Una maquinaria bélica propia de la Europa Renacentista, enfrentada a una que emergía de la Edad de Piedra, lógicamente habría de resultar, tarde o temprano, vencedora.
Finalmente, cabe anotar que buena parte de los antiguos peruanos tuvo la desdicha de considerar dioses a los invasores. Asombrados de verlos salir del mar, extrañamente vestidos, con poderes que consideraban sobrenaturales, los creyeron hijos del dios Viracocha. Desde 1528, año en que los invasores desembarcaron en los poblados costeños del norte peruano, la versión empezó a circular en el Tahuantinsuyo. Tumbesinos, Tallanes y Lambayeques, tras ser visitados por los extraños seres barbados, los vieron desaparecer nuevamente en el mar, tan sorprendentemente como habían emergido, y admirados los llamaron Viracochas. Hasta el decadente clero solar cuzqueño llegó a aceptar tal calificación divina cuando, tres años más tarde, los invasores volvieron anunciando que, enviados por el supremo dios, venían a apoyar la causa de Huáscar contra Atahuallpa. Este último, en cambio, jamás creyó en la divinidad de los invasores; las habladurías de los costeños nunca fueron consideradas seriamente por su círculo, que desde un principio calificó a los españoles de ladrones, haraganes y viciosos, disponiéndose a combatirlos, pero los atahuallpistas tuvieron la fatalidad de menospreciar el poder bélico del enemigo, y así, queriéndolos encerrar en una trampa, los dejaron entrar en Cajamarca. Más les hubiera valido destrozarlos en la cordillera, que bien pudieron hacerlo, como recomendaron algunos previsores líderes, caso Rumi Ñahui. Porque en noviembre de 1532 la trampa de Cajamarca se volvió contra ellos, y de la manera más terrible.
En este libro se reconstruye con detalle los hechos que marcaron el ocaso del Tahuantinsuyo, incidiendo de manera especial en la resistencia librada por los pueblos del norte, en un período que antecedió a la gran guerra patria que luego desataría el ejército atahuallpista, con holocausto de sus mejores cuadros.
Bien se sabe que no fue fácil para la España de Carlos V sojuzgar al Tahuantinsuyo. Cuarenta años de cruenta lucha, entre 1532 y 1572, le serían necesarios para lograr la conquista total del país de los Incas. Porque recién con la muerte de Túpac Amaru, el último Inca de Vilcabamba, ejecutado bajo la tiranía del virrey Francisco de Toledo, pudieron decir los españoles que la conquista era un hecho consumado. Tras ello sobrevino el caos para las grandes mayorías nativas, signado por el genocidio y la imposición de un dominio de clase y de raza, cuyas secuelas traumáticas perviven hasta el presente.
Este libro ha tenido por especial motivación el diálogo constante con nuestros colegas profesores y con nuestros jóvenes estudiantes. Su principal propósito es el de poner en relieve la gesta heroica de nuestros primeros héroes libertarios, y en esto sigue las huellas de los valiosos trabajos de Juan José Vega, Edmundo Guillén Guillén y Hernán Amat Olazábal, científicos sociales que pugnan por la difusión de una historia auténticamente peruana, que es la única capaz de nutrir la difícil construcción de la identidad nacional.
La Cantuta, 8 de marzo del 2003.

I. LOS SUCESOS DE PUNÁ. EFÍMERA ALIANZA HISPANO-TUMBESINA. JUNTA DE GUERRA EN TUMBES ACUERDA RESISTIR A LOS INVASORES.
Para la invasión del Perú, el tercer viaje de la expedición española jefaturada por Francisco Pizarro fue definitivo. A fines de 1531, un año después de que partiera de Panamá, la hueste española dejaba Coaque para trasladarse a la isla de Puná, ubicada frente a Tumbes. Esta isla fue el primer punto de contacto con el Tahuantinsuyo y de inmediato sería asimilado el imperio español sin sospecharlo siquiera los caciques punaeños, que acogieron a los invasores con muestras de simpatía. Esta, empero, duraría poco. Al cabo, la conducta de los españoles, convertidos de hecho y por la fuerza en nuevos señores, provocó la reacción de los nativos. Vino luego la lucha armada, en la cual los españoles contaron con el apoyo de algunos grupos tumbesinos, quienes hacia muy poco habían sido sojuzgados por los de la isla. Como es lógico suponer, la superioridad del aparato bélico de los invasores determinó la derrota de los punaeños. Pero Pizarro consideró peligroso permanecer en la isla; aunque vencidos en los combates a campo abierto, los isleños persistían en la resistencia a través de ataques relámpagos y sorpresivos. Entonces fue que el jefe cristiano decidió pasar a tierra firme.
Por aquellos días se discutía en Tumbes la conveniencia de recibir a los extranjeros. Merced a los informes de tumbesinos que actuaron en Puná, donde fue sangrienta la represión ejercida por aquéllos en los de la resistencia isleña, había casi desaparecido la opinión favorable que en un principio se tuvo respecto a los Viracochas. Eran pocos los que continuaban opinando a favor de recibirlos como tales. Eso, pese que los invasores dieron clara muestra de apoyar a los de Tumbes en contra de los de Puná.
En efecto, desde un principio Pizarro supo agitar las rencillas entre las pequeñas naciones nativas, ofreciendo apoyo a una y otra según las circunstancias. Cuando todo Puná estuvo saqueado y se comprobó que el botín era magro hubo conveniencia de congraciarse con los de Tumbes, entonces presos en la isla. Pizarro los liberó y, además, vejó a los que le habían dado hospitalidad: diez curacas punaeños bárbaramente sacrificados sellaron el pacto entre tumbesinos y españoles.
Pero, como anotáramos líneas atrás, tal alianza fue efímera. La junta de guerra realizada en Tumbes definió acertadamente la situación y votó por la inconveniencia del pacto: en Puná, pagando generosidad con libertinaje, mostrando doblez sorprendente, los invasores habían evidenciado sus verdaderas intenciones. Además de robar, ésos que en un principio se tuvo por sagrados Viracochas habían violado en Puná a cuanta mujer cayó en sus manos, sin respetar edades ni linajes.
A los de Tumbes ya no les podrían engañar “porque habían sabido lo que en la ínsula habían hecho”, según relata la propia versión cristiana. Algunos tumbesinos fundamentaron la idea de resistir a los invasores aduciendo que, de no actuar así, “por el Inca habrían de ser muertos y castigados”. Se referían a Atahuallpa, quien por entonces había ya derrotado a las tropas de Huáscar en todo el norte del Tahuantinsuyo.
Pero los más inteligentes exponían la principal razón para combatir a los intrusos: “Los españoles no publican amistad con igualdad ‐dijeron‐ sino que (pretenden) mandar, señorear exentamente a sus voluntades”. Nos tienen en poco, agregarían otros, de los que ayudaron a los cristianos en los sucesos de Puná.
Esos sectores de vanguardia, en sucesivas “congregaciones y juntas” ocultas, convencieron a la mayoría que acoger en paz a los invasores era perder sin honor la libertad, que ellos venían con seguridad a sujetarlos por la fuerza, a dominarlos, tal como se había visto en la isla vecina. Finalmente, hubo acuerdo ara presentar “guerra a muerte a los españoles con todas sus fuerzaps, aunque supiesen sobre el caso perder las vidas”. Tal proclama nos ha sido transmitida por las propias fuentes españolas. Fue la primera que pronunciaron los antiguos peruanos para defender sus territorios de la invasión extranjera.
La resistencia de Tumbes, librada entre marzo y abril de 1532, debe pues considerarse como punto de partida de la lucha armada que presentaron nuestros antepasados a los invasores españoles, inicio de una guerra que habría de prolongarse por espacio de cuarenta años. Importante esta acción por múltiples razones. Ya en Tumbes, y desde antes inclusive, puede apreciarse el enfrentamiento entre las pequeñas naciones indígenas que va a ser aprovechado perfectamente por los españoles.
También Tumbes, con la sangre de sus defensores, habría de dar testimonio de la trágica diferencia de armamento entre los contendientes:
soldados a caballos, protegidos de gruesas armaduras, llevando algunos pequeños cañones y portando arcabuces y lanzas, espadas y picas de hierro van a combatir contra tropas de infantes vestidos sencillamente, cuyas armas son lanzas, porras, macanas, flechas, hondas y piedra; es decir, una maquinaria bélica propia del renacimiento europeo contra guerreros salidos, en lo militar, de la edad de piedra.
Además, por los invasores alinearían desde un primer momento ingenuos y valiosísimos aliados nativos, guías, espías o guerreros que contribuirán a la desgracia de sus hermanos de raza. En Tumbes, de otro lado, habría de acabarse, al menos para los tumbesinos, la creencia de la divinidad de los invasores: ellos no eran sino simples hombres ansiosos de riqueza y poder, guerreros venidos a robar la tierra.
En virtud de ello ‐repetimos‐, los de Tumbes habrían de resistirlos con “mucha gente armada”, defendiendo su territorio y cultura. Y, en respuesta, los cristianos entrarían en el Tahuantinsuyo “destruyendo el país y llevando la muerte a muchas gentes, conforme anotara el anónimo autor de la Relación Francesa de la Conquista del Perú”.

II. PRIMER ACTO DE GUERRA EN TUMBES: PRISIÓN, PROCESO Y EJECUCIÓN DE TRES INVASORES.
Chirimasa, curaca principal de Tumbes que apoyara a los invasores de Puná, no tuvo parte en la junta de guerra. Durante su ausencia fue que se acordó la resistencia armada. Ante los hechos consumados, a su regreso no tuvo más alternativa que aceptarlos.
En Puná culminaron entretanto los aprestos de los cristianos para pasar a Tumbes. Pizarro había terminado por dejar libres a Tumbalá, curaca principal de la isla, y a otros importantes prisioneros, pero ni ello bastó para que cesara la oposición de los nativos. Por eso, la salida de los invasores podía considerarse un triunfo para los de Puná: “los isleños festejaron la expulsión de los odiados cristianos”. Más, la retirada española obedecía también a otras razones.
Varias balsas tumbesinas llegaron a la isla y sus pilotos se ofrecieron para ayudar en el traslado. A bordo de los navíos mayores, embarcó caballos y alguna tropa, consintiendo que el fardaje y algunos hombres se trasladasen en las balsas de los tumbesinos. A todas luces, los pilotos nativos seguían órdenes de los jefes de resistencia tumbesina: pugnaron por adelantarse al grueso de la expedición, llevando “algunos españoles y fardaje”. El jefe cristiano no puso ningún reparo a ello y autorizó a algunos para salir en vanguardia. Este pasaje no está muy claro en las crónicas españolas, únicas fuentes ‐hasta la fecha‐ que dan testimonio del suceso.
Discrepan ellas al citar el número de balsas y los nombres de los españoles que se adelantaron. Son datos importantes porque para varios de éstos fue su última travesía. Juan Ruiz de Arce, presente de los hechos escribió que tres españoles enfermos se fueron por adelante. Francisco de Xerez otro testigo, anotó que marcharon con los tumbesinos tres cristianos con alguna ropa.
Diego de Trujillo también protagonista del suceso, refería “que se enviaron cuatro balsas... y en la una fue el hato del gobernador y Alonso de Mesa... y Antonio Navarro... y en otra fue el hato de Hernando Pizarro y en ella Andrés de Bocanegra, y en otra fue el hato del capitán Pizarro y Juan de Garay, y en otra fue el hato de los oficiales del rey y un fulano Riquelme”. De haber sido así, y por lo que después sucedió, hay que concluir en que la balsa en que iban Mesa y Navarro debió retrasarse, pues
la suerte de éstos fue distinta a la de los que tripularon las otras tres balsas, como veremos a su tiempo. Zárate, cronista tardío, anotó por su parte que Pizarro “envió con unos indios de aquellos de Tumbes tres cristianos en una balsa”. Cieza de León, que escribió por referencias, habla de tres balsas pero cita muy distintos tripulantes: “el capitán Hernando de Soto se metió con dos o tres españoles en una balsa ‐dice‐ y en otra el capitán Cristóbal de Mena, y uno llamado Hurtado con otra mancebito hermano de Alonso de Toro se embarcó en otra balsa”. En este caso, Mena y los de Soto fueron más afortunados que Hurtado y el hermano Toro.
Hacemos cúmulo de notas pues esos cristianos de avanzada, dos o tres, fueron los primeros en caer bajo la justicia tumbesina. Así lo refiere Trujillo: “llegados a la costa de Tumbes mataron los indios a los tres españoles que iban en las balsas (Garay, Bocanegra y el tal Riquelme), y no mataron ni a Mesa ni Navarro (que venían en la cuarta balsa), porque se metieron en un estero, y los indios (pilotos) se echaron a la mar y los dejaron, y así escaparon”. Xerez consigna que fueron “ciertos principales tumbesinos los que se llevaron tres cristianos y los mataron”. Zárate dice que en llegando (a Tumbes, los nativos) sacrificaron aquellos tres españoles a sus ídolos. Ruiz de Arce añade algunos detalles: “En el puerto de Tumbes estaba un río; llegados (a él) métenlos el río arriba y llévanlos al pueblo, y aquella noche los sacrificaron a sus dioses; créese que los comieron, (pues) nunca más parecieron cosa alguna de ellos”.
Cieza, que como hemos dicho habla de tres balsas, cuenta que “llegaron primero que ningunos... Hurtado con el otro mozo (el hermano de Toro); hallaron en la costa muchos de los de Tumbes (que) con engaño y gran disimulación los lleva(ron) como que los querían llevar a aposentar; los tristes muy descuidados, sin ningún recelo fueron a donde les llevaban, y luego con gran crueldad les fueron sacados los ojos, y estando los vivos los bárbaros les corta(ron) los miembros, y teniendo una ollas puestas con gran fuego, los metieron dentro y acabaron de morir en tormento”. Bastante imaginativo debió ser el informante del cronista, quien luego señala que Soto y los que venían en las otras balsas conocieron lo sucedido ‐tal vez por delación de algún tumbesino‐, y adoptaron precauciones que les salvaron de morir, aunque debieron permanecer en la costa ocultos y sin dormir, con las armas dispuestas, esperando la llegada de sus demás compañeros.
Pedro Pizarro, quien confesaría haber estado en la balsa de Alonso de Mesa conjuntamente con Francisco Martín de Alcántara, anotó por su parte que los tres españoles de vanguardia fueron muertos antes de llegar a las playas de Tumbes, en unos islotes donde habrían pernoctado, y que él y sus compañeros salvaron de idéntica desgracia por las benditas verrugas de Mesa.
Los de Tumbes relata Pedro Pizarro‐ “metieron en unos islotes que ellos sabían las balsas; hacían que saliesen los españoles a los islotes a dormir, y sintiéndolos dormidos, se iban llevando las balsas, y dejándolos allí, los mataban después, revolviendo con gente sobre ellos, lo cual aconteció a tres españoles que mataron de esa manera. Y a Francisco Martín, hermano del marqués don Francisco Pizarro, y a Alonso de Mesa... nos aconteciera lo mismo sino fuera porque Alonso de Mesa estaba muy enfermo de verrugas, y no quiso salir de la balsa en que íbamos al islote donde nos echaron... Pues estando así dormidos, a la media noche los indios alzaban la potala de balsa, que así la llaman una piedra que atada en una soga echan a la mar a manera de áncora, creyendo que el Mesa dormía, para irse y dejarnos allí y matar a Mesa; y como he dicho que las verrugas daban grandes dolores al Mesa, estaba despierto, y visto lo que los indios hacían, dio voces, a las cuales Francisco Martín y yo despertamos, y entendida la maldad, atamos al principal y a otros dos indios y así tuvimos toda la noche en vela. Y otro día de mañana nos partimos de allí, y llegados a las costas de Tumbes, los indios, ya que estábamos junto a la resaca, se echaron al agua y nos dejaron en medio de las ondas, las cuales nos echaron a la costa bien mojados y medio ahogados”.
Los tumbesinos alcanzaron a llevarse esa balsa, donde iba “la recámara del marqués” y haciendas que muchos metieron en ella “creyendo que los indios lo llevarían seguro”. Pedro Pizarro y sus camaradas, juntamente con los Soto y Mena, esperarían con ansiedad el arribo de los demás.
Soto, que según anota Zárate tuvo el atrevimiento de internarse por el río Tumbes, salvó la vida gracias al oportuno aviso de Diego de Agüero y Rodrigo Lozano, que al parecer tripulaban la balsa de Mena, llegada antes: “Hernando de Soto, que en otra balsa iba con indios de aquella tierra, con un solo criado suyo, entrando ya por el río de Tumbes arriba, (muriera) si no fuera por Diego de Agüero y Rodrigo Lozano, que habían desembarcado, y corriendo la ribera del río arriba, le avisaron (del peligro) y dio la vuelta luego”.
En la historia que escribiera el Inca Garcilaso hay una versión que es, a nuestro entender, algo más completa que las citadas, pues en ella se señalan las causas por las cuales los tres españoles de vanguardia fueron ajusticiados. Se menciona allí que llevados al pueblo principal de Tumbes se les siguió sumarísimo proceso, en que actuaron de acusadores varios de los tumbesinos que habían estado en Puná. Contra los cristianos se levantaron los ‐según la moral tumbesina‐ gravísimos cargos de ser “codiciosos y avarientos de oro y plata..., fornicarios y adúlteros”. Olvidó el mestizo cronista mencionar el cargo de ladrones que seguro también se les imputó a esos invasores, que nada pudieron alegar en su defensa, siendo condenados a muerte.
Garcilaso de cuidó bien de no tomar partido al relatar este pasaje, citando, para no comprometerse las fuentes que utilizaba. Así copiando a Gómara escribió que los tumbesinos escandalizados por la conducta de los españoles en Puná, “los mataron y sacrificaron con gran rabia y crueldad; para seguidamente anotar: Pero el padre Blas Valera, a quien se le debe crédito, dice que fueron imaginaciones que los españoles tuvieron de aquellos tres soldados porque aparecieron más; pero después averiguó el gobernador (¿de dónde sacaría el chachapoyano este dato?) que el uno se había ahogado por su culpa y los otros habían muerto de diversas enfermedades en breve tiempo, porque aquella región... es muy enferma para los extranjeros, y nos es de creer que los indios lo matasen y sacrificasen, habiendo visto lo que el tigre y el león hicieron con Pedro de Candia, por lo cual los tuvieron como dioses”. Éste es el otro extremo, que pretende con datos inverosímiles y harto confusos exculpar a los tumbesinos de la muerte de los tres invasores. Vano e innecesario esfuerzo. Criticable que se pretenda hacernos creer que por miedo los de Tumbes no resistieron a los españoles. Cuando el padre Valera cita al tigre y al león se refiere a las fieras, adoradas en Tumbes, que Pedro de Candia abatiera con su arcabuz cuando el primer desembarcó en 1528. La potencia del arcabuz no fue suficiente para doblegar el ánimo de quienes lucharon por contener la invasión extranjera. Para los tumbesinos, eran enemigos esos extranjeros que antes tanto admiraban, y eran especialmente merecedores de ser rechazados por sus múltiples defectos y porque querían asentar una dominación infinitamente menos soportable que la paternal impuesta en esa región por los Incas. Con la mira de evitar esa dominación, cuyas sangrientas muestras habían visto ya en Puná, los de Tumbes habían optado por la guerra a los extranjeros. Y el primer acto de guerra fue el ajusticiamiento de esos tres invasores.

III. GRUESO DE LA HUESTE INVASORA PASA A TUMBES. ANIQUILAMIENTO DE SU VANGUARDIA.
Un día luego de partidas las balsas de avanzada, el grueso de la hueste invasora salió de Puná, en los barcos y a bordo de otras balsas, que no fueron suficientes para todos pues en la isla debió quedarse parte de la gente y los indios aliados nicaraguas al mando de Sebastián de Benalcázar, que habría de soportar casi heroicamente la hostilidad de los nativos. Uno de los que salió con los barcos, Ruy Hernández Briceño, recordaría así la jornada: “Salimos de la dicha isla en navíos y balsas y fuimos a Tumbes”.
Muchas esperanzas llevaban los invasores conforme consignara la Crónica Rimada: “A Tumbes se fueron con mucho placer/ con tal aparejo para ir adelante/ estando el ejército ya muy pujante/ para poder en mucho emprender/”. Ignoraban lo sucedido con la vanguardia. Luego de tres días de navegación ‐dice un actor de los hechos‐ “vinieron los navíos a (avistar) la playa de Tumbes”. Grande fue la sorpresa de los invasores al ver la playa desierta; los tumbesinos no salían calurosos a recibirlos, como habían esperado. Por ninguna parte podía vérseles. Y tampoco a los que marcharon en las balsas de avanzada, que seguro por precaución permanecieron algún tiempo en sus escondites. Habían tenido “por cierto de hallarlos allí y a todos los del pueblo y comarcas pacíficas; y fue al revés”. Concluyeron entonces en que “estaban los indios alzados”, según relata la crónica española.
No había manera de bajar a tierra, y tal vez pocos se hubiesen atrevido a hacerlo en aquellas últimas horas del día: “Por estar la tierra alzada no hubo balsas para ayudar a desembarcar la gente y caballos”. Tampoco hubo cómo aplacar el hambre y de nada les hubiera servido buscar alimentos en tierra, “pues los indios de dicho pueblo (habían) alzado todas las comidas”. En tal difícil trance, Francisco Pizarro y sus más audaces hombres dejaron los navíos y llevando sus caballos en una balsa pasaron a tierra. Aunque desembarcaron teniendo casi encima la noche, cabalgaron algún trecho en distintas direcciones, logrando capturar a algunos nativos, viejos y enfermos, que dieron informe de “como se habían alzado (los de Tumbes) y llavándose los tres cristianos y ropas en las balsas”. Los de Pizarro creyeron perdida a toda su avanzada y mucho se dolieron de ello, pero cuando regresaban a la playa dieron con Soto y algunos otros, reanimándose en algo. Estos les confirmaron lo confesado por los prisioneros.
Alarmados por estas noticias varios otros españoles que habían desembarcado se volvieron a los navíos llevando el desasosiego a sus camaradas. Francisco Pizarro, su hermano Hernando, Soto y otros dos invasores prefirieron quedarse en la playa, sin atreverse a desmontar y esperando hallar a los Mena,” toda la noche no se apearon de sus caballos”.
A bordo de los barcos reinaba una tremenda confusión. Pedro Pizarro, asistente a tales horas difíciles, vio “tanta tristeza en la gente que fue cosa de maravilla, porque toda la noticia que había y confianza era de Tumbes”. La mayoría clamaba a grandes voces volver a Panamá y no morir en esas inhóspitas tierras. Pero se escuchaba también a los veteranos pedir calma y paciencia, diciendo que en guerras de conquista esas situaciones eran normales y de seguro los capitanes sabrían cómo superarlas.
A pesar de ello, pocos podían lograr la tranquilidad. Los que más se pesaban de su suerte eran los pobres indios auxiliares traídos desde Centro América por la fuerza: “aquí fue el gemir de los de Nicaragua”. Y la desesperación también hacía presa en los españoles más bisoños, y en los más timoratos. Se escuchó maldecir de Pizarro,”diciendo que los traía perdidos en tierras remotas y de tan poca gente, porque hasta aquí en este Tumbes no se tenía noticia de la grosedad de la tierra”. Sólo el ejemplo de coraje mostrado por algunos bravos impidió que estallara un motín que hubiese variado el curso de la historia. En la plaza, Pizarro pasó aquella noche triste lamentándose de que “los de Tumbes, a quie(nes) él tanto había honrado”, (hubiesen) hecho tan gran villanía de ponerse en armas para dar la guerra y muerto tan malamente a los dos (o tres) cristianos (de vanguardia); quejábanse de ellos llamándolos traidores.

IV. ESTRATEGIA TUMBESINA. ATAHUALLPA RECIBE INFORME SOBRE LA PRESENCIA DE LOS INVASORES.
Los de Tumbes, entre tanto, jefaturados por Chirimasa, practicaban la táctica guerrera de tierra arrasada, dejando desiertos sus pueblos para que no los pudiera aprovechar el enemigo y fortaleciéndose a la otra orilla del río Tumbes, con rumbo a la sierra. Conociendo la superioridad numérica y de armamento de los invasores, y sin querer “llegar a oír los rugidos de los caballos”, bestias a las que empezaron a temer desde que las vieron aplastar escuadrones enteros de indios en Puná, no quisieron presentar batalla en campo abierto. Antes de cruzar el Tumbes, Chirimasa tuvo a bien dejar tropas a su retaguardia, en varias líneas, para obstaculizar el avance enemigo. Lo caudaloso del río le dio bastante confianza, tan vez demasiada. Guardaba firme esperanza de obtener en breve el socorro de Atahuallpa, ante quien había enviado mensajeros noticiándole de la invasión extranjera. Con esos refuerzos pensaba plantear resistencia eficaz y expulsar a los cristianos. Pero el Inca, por esos días camino de Cajamarca, no hizo mucho caso del informe llegado desde la costa. Toda su atención estaba entonces puesta en lo que acontecía en las cercanías del Cuzco, donde su ejército, comandado por Apo Quisquis y Challco Chima, se aprestaba a librar las definitivas batallas contra los huascaristas.
Consideró Atahuallpa exagerada la versión de los tumbesinos, a los cuales despreciaba y tildaba de perros, según puede leerse en la historia de Bernabé Cobo. Creyó, conforme refiere Sarmiento de Gamboa, que esos intrusos terminarían volviéndose a la mar “porque ya otra vez, cuando andaba con su padre en las guerras de Quito, había ido nueva a Huayna Cápac de donde el Viracocha (sin duda es referencia de Pedro de Candia) había llegado a la costa de Tumbes y que había vuelto... Así que Atahuallpa se descuidó de los Viracochas”.
Tal descuido, o mejor dicho desprecio, por los invasores, fue causa de que Atahuallpa perdiera el control de Tumbes, convertido en puerta de la penetración extranjera que acabaría con el imperio andino que pugnara por gobernar.

V. ESPAÑOLES DESEMBARCAN EN TUMBES Y ENFRENTAN LA TÁCTICA DE “TIERRA ARRASADA”. PIZARRO PIDE PAZ Y SE RECHAZA SU PROPUESTA.
Amaneció el segundo día de invasión con los cristianos algo reconfortados y esperanzados con las reconvenciones, arengas y promesas que durante la noche les hicieran los capitanes más experimentados. Desde la costa, Francisco Pizarro ordenó el desembarco, encargando a su hermano Hernando la tarea de supervigilarlo, en tanto él, con escogida escolta, salía a explorar los contornos: “más de dos leguas anduvo el gobernador sin poder a ver habla con indio alguno, que todos andaban por los cerros con las armas en las manos”. Eran las partidas de avanzada de Chirimasa.
Repentinamente, vino a salirle al camino un indio tumbesino, a tal punto vil que abandonaba la causa de sus hermanos por salvar su propiedad privada. Era sin duda influyente este “indio de Tumbes que vino de paz, el cual dijo al Marqués Pizarro que él no había querido ir con los demás, y que mandase que no le robasen la casa”. Seguramente, en lo más íntimo de su ser, Pizarro despreció a ese renegado, cuya bajeza era sorprendente; pero como aliado no pudo presentársele entonces otro mejor y por eso “el Marqués le dijo que hiciese poner una cruz donde vivía, y que él mandaba que no le robasen la casa”.
Rodrigo Núñez, encargado de repartir las provisiones, recibió orden de echar un pregón que la casa donde viesen una cruz no llegasen a ella. Esta precaución revela a las claras que Pizarro tenía proyectado cobrar venganza de los tumbes: “les había cobrado odio ‐relata Cieza‐ (y) deseaba castigar la muerte de los dos (o tres) cristianos”. Este deseo de venganza no dejó de ser criticada por ese cronista, quien señaló asimismo que los españoles se “espanta(ban) que matasen dos cristianos y ellos no tenían en nada matar ciento y mil de los indios”.
Poco después de ese encuentro, Pizarro tuvo otro que le agradó más. Topó “con el capitán Mena y Juan de Salcedo, que a buscar al gobernador venían con alguna gente de caballo”. Con ellos siguió adelante hasta dar con el pueblo principal de Tumbes, que a primera vista le pareció todo quemado, destruido y alzado. Con todo, y por no ofrecerse otra alternativa, decidió plantar allí su campamento. En tanto uno de sus ayudantes partía a la playa para ordenar el traslado de la gente. El jefe hispano recorrió la casi desvastada ciudad, hasta que encontró un buen
lugar para alzar su tienda: “asentó el real junto a la fortaleza de Tumbes”, cuenta Trujillo, uno de sus acompañantes.
A medida que entraban al pueblo, los invasores iban mostrando su descontento con lo que veían. La ciudad en nada se parecía a la que escucharon describir al griego Candia. No se detuvieron a pensar que éste había admirado Tumbes en plena época de paz y que por tanto no fue mentira lo que dijo. La guerra civil incaica había sido causa de la creciente destrucción de la fabulosa ciudad cuya fama trascendió allende los mares.
Los ahora desengañados encontraron en el griego la víctima en quien descargar sus cóleras, haciéndole objeto de burlas y amenazas, y poco faltó ‐relata un testigo‐ para que lo matasen: “Cuando llegamos al pueblo de Tumbes, hallámosle sin persona alguna, que todos eran huidos la tierra adentro: y como los lugares despoblados y si gentes por buenos que sean parecen mal, hizo este asilo que no solamente no era buen lugar sino muy ruin, y en todo lo que aquel Pedro de Candia había dicho de él había mentido; y así se halló la gente muy confusa... y... estuvo por apedrear a este hombre, y más aquellos que había de que habían dejado sus asientos y casas por la fama que había de este dicho pueblo”.
Hasta el propio Francisco Pizarro llegó a dudar del griego reprochándole con sorna: “en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño, señor Pedro de Candia”. Finalmente pudo restablecerse el orden y pasaron a aposentarse en dos galpones fuertes o fortalezas. Francisco Pizarro, Soto y Belalcázar quedaron al cuidado de uno de los cuarteles y el otro lo reguardaron Hernando Pizarro, su hermano Gonzalo y Cristóbal de Mena.
Se temía un ataque de los tumbesinos, que sospechaban ocultos “en partes secretas del valle”. Algunas partidas salieron a explorar todo el pueblo en busca de alimentos y apenas hallaron algunos restos. Los invasores no se atrevieron a cruzar el río, pero siendo necesario pasarlo para tentar mejor fortuna, encargaron la tarea a sus indios de servicio.
Los desgraciados nicaraguas y guatemalas no tardarían en ser muertos por los Tumbes, que ‐dice la crónica española‐ hicieron “mucho daño en la gente servil... cuando por comida iban, sin que los cristianos les pudiesen defender porque estaban de la otra parte del río”.
Jinetes que salieron en distintas direcciones tuvieron alguna mejor suerte, pues “robaron lo que pudieron, así de ovejas como de otras cosas, con que se volvieron al real”. Los alimentos hallados fueron pronto consumidos,
sin satisfacer a todos los hambrientos expedicionarios, que sentían “gran necesidad de comer carne y otras cosas”.
Se imponía el cruce del río Tumbes y entonces el gobernador mandó hacer una gran balsa de madera. Furioso por la situación, Pizarro se paseaba nerviosamente por el campamento, mientras sus tropas, casi en desorden, recorrían los alrededores buscando a los tumbesinos que se”habían esparcido por un río grande, que venía a dar allí de la sierra”.
Aunque la principal mira de Pizarro era cobrar venganza, pues “no se (le había) pasado la ira”, entendido que ganaría mucho si los Tumbes volvían en paz por la persuasión. En tal sentido, por intermedio de intérpretes que se acercaron a la orilla del río, rogó la paz a los tumbesinos, pero éstos jamás a las paces quisieron venir.
Soto, en tanto, recibía precisas indicaciones de su jefe para ir “a hacer la guerra a los indios de Tumbes que estaban en un fuerte río arriba. La orden de Pizarro era que saliese con españoles y pasase el río porque los indios debían de haberse pasado a aquella parte”.

VI. SANGRIENTO COMBATE A ORILLAS DEL RÍO TUMBES. PATRIOTAS SE TRASLADAN AL INTERIOR PARA CONTINUAR LA RESISTENCIA.
A la sazón, los tumbesinos que Chirimasa dejara en retaguardia se habían ya retirado en su demanda, para no caer en manos de los jinetes que exploraban todo los rincones de esa parte del río. Así, pues, el jefe tumbesino no pudo informarse de que una gran balsa de madera terminaba de ser construida por sus enemigos. Informado por indios espías que los de Tumbes se hallaban bastante descuidados, salió Soto combatirlos, a la cabeza de cuarenta jinetes y ochenta peones españoles, según datos de Xerez, militante de la hueste. El cruce del río demoró “desde la mañana hasta la hora de vísperas”, pues se llevó a cabo en varios viajes.
Buen número de guerreros nicaraguas y guatemalas salieron también con los cristianos y no faltaron algunos renegados tumbesinos que se prestaron a servir de guías. Como capitanes de todo ese ejército, que contando españoles e indios pasaba del millar de hombres, iban, además de Soto, jefe principal, Juan Pizarro, su hermano Gonzalo y Sebastián de Belalcázar. Llevaban orden de guerrear a muerte con los de Tumbes, pues “dice la crónica española‐ eran rebeldes y habían muerto a los cristianos”.
Absurda justificación, que hasta el rey hispano y el Papa habían legalizado por sendas células y bulas pontificias. Claro que los de Tumbes de ninguna manera sabían aquéllo y, de haber escuchado el Requerimiento, seguro habrían respondido que tomando las armas contra los cristianos no eran rebeldes a nadie sino que defendían sus tierras y cultura.
Chirimasa cometió el fatal error de no colocar centinelas en su campamento. Confió excesivamente en que los invasores no se atreverían a pasar el río. Y lejos estaba de suponer que, a diferencia de los antiguos peruanos que jamás combatían de noche, el enemigo era experimentado en sorpresas nocturnas.
Por ello, casi sin poder oponer resistencia, el grupo de sus guerreros fue masacrado en un inesperado ataque de los cristianos. La crónica española relata que “dando una trasnochada muy trabajosa, por ser el camino muy angosto y de espesos montes y de espinos dieron (los de Soto) cuando amanecía sobre el real de los indios, haciendo cuanto daño pudieron en él”.
Fue una verdadera masacre ‐a decir del testigo Juan Ruiz de Arce‐ porque alcanzamos la gente y “alanceáronce muchos”. Cieza por su parte anotó que se “mató algunos indios y cautivó más”. Pero Chirimasa y seiscientos de sus guerreros lograron salvarse del cerco y se fortificaron en una sierra cercana, dispuestos a continuar la resistencia.
Luego de saciar su sed de venganza en la sangre de los tumbesinos sorprendidos, Soto partió en persecución de los que habían logrado huir. Pero la fortaleza que éstos ocupaban era tan inaccesible que ‐según anotación de Zárate‐ hubo todavía “quince días de cruda guerra a fuego y a sangre por los tres españoles que se sacrificaron”.
No sólo los sitiados de Chirimasa combatían a los de Soto; de los alrededores concurrieron también a resistirles otros destacamentos de valentísimos nativos, muriendo muchos de ellos en los desiguales combates con el enemigo. Finalmente, esa resistencia marginal fue totalmente arrollada y Chirimasa se vio en grave aprieto. Tuvo junta de guerra con sus principales lugartenientes y allí expuso que era necesario fingir que aceptaban la paz, pues de otro modo todos serían liquidados.
Así lo relata Cieza, señalando que la mayoría de los tumbesinos “como viesen cuan a pecho los españoles tomaban el quererles dar guerra, pues de tan reposo se encontraban en su tierra, y como Atahuallpa no enviaba ni venía contra ellos... acordaron... ofrecer la paz... porque de otra manera destriríandos y robaríanles su villa, que era gran trabajo para ellos ver tal calamidad”. Se alzaron empero voces de patriotas radicales que reclamaron continuar la guerra, pero la mayoría se adhirió al parecer de Chirimasa.
Luego el curaca tumbesino despachó mensaje a Soto “diciendo que si le perdonaban, que él vendría de paz”. Lo hizo ‐aclara bien la versión de los vencedores ” viendo el gran daño y destrucción que los cristianos hacían en toda la tierra”. Hasta envió un indio para que dijera a los españoles que él nada tenía que ver con el alzamiento, que había militado en él contra su voluntad: “Chirimasa es amigo de los cristianos” ‐dijo el mentiroso mensajero‐ “y continuo lo fue y él desea serlo ahora”. El astuto Soto bien comprendió que “la paz de Tumbes (era) hecha por no verse matar ni perder ni ranchear su valle”. Varios de sus hombres tuvieron igual parecer. Sin embargo, al final todos los españoles coincidieron en que la paz con los nativos era muy necesaria, pues ellos los proveerían de “guías y (cargueros que) ayudasen a llevarles el bagaje”. Los nicaraguas y
guatemalas habían disminuido muchos luego de los combates, y más bien eran guerreros que no hombres de carga.
Pensaban los cristianos que los vencidos en Tumbes eran más aptos para tal tarea, y que esa sería una señal de sometimiento. Así pues, Soto aceptó la oferta de Chirimasa, dándole garantías por su vida y la de los que con él depusiesen las armas. Juan Ruiz de Arce, compañero de Soto, explicaría así el acuerdo: “por la necesidad que de él teníamos... enviámosle a decir que viniese sin temor alguno”. Siguiendo las antiguas costumbres, poco después salía Chirimasa al encuentro de los vencedores portando “un gran presente de muchas joyas de oro y plata, entendiendo aplacarlos, y el curaca vino a darles obediencia”. Tras él salieron varios otros “principales de Tumbes (que) vinieron a las con algún presente de oro y plata”. De allí en adelante ‐narra un conquistador‐ “fueron mucho nuestros amigos”.
Con sus preciosos aliados volvió Soto de inmediato al pueblo principal de Tumbes. Allí Francisco Pizarro le “hizo buen recibimiento” y concedió perdón a los tumbesinos “en nombre de su majestad” ordenándoles “llevar de la otra parte del río el mantenimiento, que tan necesario era a su hueste. Chirimasa, humillado, tuvo que acatar el mandato. Él y su pueblo se habían condenado a servir de por vida a los nuevos amos.
Pero hubo grupos tumbesinos que no consintieron la capitulación, por más obligada que hubiese sido. antes que rendir pleitesía a los invasores y sin ser molestados por Chirimasa, ellos se retiraron a la sierra, para continuar desde allí la resistencia.

VII. LA AMBICIÓN DE HERNANDO DE SOTO. PRECAUCIONES DE PIZARRO. ATAHUALLPA Y SUS GENERALES MANTIENEN ACTITUD DESPRECIATIVA HACIA LOS INVASORES.
Muchas habían sido las fatigas de los cristianos en la represión de los tumbesinos. Por dicha razón se “tomaron algún descanso del trabajo que habían habido en reducir”. Pizarro invitó a su tienda a los principales de Tumbes. querían interrogarles sobre muchas cosas, pero antes que nada procuró averiguar el paradero de los tumbesinos que habían muerto a sus hombres de vanguardia. No se había amenguado en él su ansia de venganza. En tal sentido preguntó “al cacique que por qué se había alzado y muerto a los cristianos”. Chirimasa respondió: “Yo no fui en ello, pero (me escondí porque) tuve temor de que me echaráis a mí la culpa”. Lógica respuesta de un hombre que temía represalias. Pizarro entonces lo presionó para que fuera más explícito, por lo que Chirimasa agregó: “Yo supe que ciertos principales míos, que en las balsas venían, llevaron tres cristianos y los mataron..., yo no lo supe (entonces) ni fui en ello ni los mandé matar”. Furioso el jefe cristiano replicó a viva voz: “¡Esos principales que eso hicieron, traedme aquí!” Pero luego, más calmado, “les mandó que se fuesen a sus casas y no temiesen”.
Poco después volvía a salir Soto en plan de exploración, al mando de alguna tropa, a la que acompañaba Chirimasa fingiendo mostrarse empeñoso en capturar a los que habían muerto a los tres cristianos. Llegaban entre tanto los pobladores que antes huyeron, portando bastimentos de toda clase.
La resistencia no pudo organizarse pues ni Atahuallpa quería colaborar en ella; por eso los tumbesinos volvían a sus lares. Chirimasa, más por negligencia, terminó por informar a Pizarro que “no se podían haber los que mataron los cristianos”. Y para calmar a su pretendido aliado, envió a llamar su gente y principales, ofreciéndolos para servicio de los cristianos. Ellos no habrían de ser suficientes para el avance que se proyectaba, razón por la cual Pizarro dio libertad a sus hombres para ranchear, vale decir para saquear y coger esclavos por la fuerza. En poco tiempo ‐relata la crónica del enemigo‐ “prendieron muchas piezas, así indios como indias”.
Mientras tanto, en el interior de Tumbes, Soto daba muestra de su tantas veces manifiesta ambición de mando: “Con la gente que llevaba trató un
medio motín contra el gobernador disimulado, fingiendo de ir a cierta provincia de Quito”. Quería dirigir una conquista por su cuenta, pero no todos los que le seguían aprobaron su plan. Escandalizados, “Juan de la Torre y otros se le huyeron y vinieron a dar aviso al marqués”. Para no comprometer aún más su situación, y para disculparse si hubiera necesidad de ello, a Soto no le quedó otro remedio que regresar también a Tumbes.
Pizarro, al recibirlo, fingió no saber nada de la conjura, disimulando con trabajo su desagrado. La conquista recién empezaba y no le convenía perder a tan precioso soldado, por más que le conociera conspirador. Pero en lo futuro procuraría cuidarse de él: “desde ahí adelante, cuando Soto salía a alguna parte, enviaba con él a sus dos hermanos, Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro”. Sin embargo, alguna otra vez, meses más adelante, Soto volvería a tentar un golpe contra su jefe, de acuerdo con Rodrigo Orgóñez, el cual fracasó sólo a causa de un sorpresivo ataque de indios patriotas.
En Tumbes Pizarro se fue informando de la tierra que tenía por conquistar. Verdaderamente sorprendente resulta que los nativos, por más que acudieran a servirles, no les hablaran nada sobre Huáscar y Atahuallpa, ni sobre la riqueza fabulosa del país de los Incas. Al contrario, los tumbesinos les dijeron, procurando desanimarlos, que “por los llanos habían grandes arenales” con falta de yerbas para los caballos, y de agua y que por las sierras habían riscos de peña viva, montañas de nieve. Este último informe no dejó de alarmar a varios españoles, que “mucho murmuraban de la tierra, por la poca confianza que tenían de lo de adelante (y) parábanse muy tristes”. Para ellos, Tumbes era un desengaño, y por esa razón solicitaron volver a Nicaragua o Panamá. Pizarro los dejó en libertad de hacerlo, siempre y cuando dejasen armas y caballos porque él, con la mayoría, estaba dispuesto a seguir la entrada. Se esforzaba el jefe cristiano por darles a entender que adelante encontrarían grandes provincias, porque Tumbes no era el Perú.
Pero poco más tarde regresaron algunos jinetes que habían salido a explorar la costa de adelante y confirmaron lo dicho por los tumbesinos: “volvieron afirmando que no había sino cardones y algarrobos, y esto en pocas partes, porque todo era arena”. Pese a todo, se acordó a la postre seguir la entrada, aunque los de menos fe optaron por quedarse en Tumbes a la espera de un navío que los volviese a Nicaragua, diciendo que no querían gastar sus vidas entre las ciénagas y mala ventura. Empezaron entonces los preparativos para reanudar la marcha.
En la última semana de abril de 1532 vino a descubrirse que un espía de Atahuallpa había estado en Tumbes. Temerosos de él, los nativos pro‐españoles no le delataron sino cuando hubo partido hacia Cajamarca. Pero fue una delación vaga, sin detalles. Callaron los renegados cuando vieron, amenazantes, a los patriotas tumbesinos fieles al Inca. Por eso Pizarro todavía no supo lo de la guerra civil incaica.
Muy superficial debió ser la investigación del espía atahuallpista en Tumbes, pues luego de su informe el Inca se reafirmó en la opinión de que los invasores no eran sino simples ladrones venidos por el mar: “Cuando el Inca se informó del saqueo del indefenso pueblo de Coaque, de la desventura de Tumbalá “‐el anfitrión de Puná‐ “la derrota del cauto Chirimasa... y otros desmanes, comprendió que los extraños visitantes no eran seres extraordinarios, sino comunes y corrientes, sanguinarios y codiciosos, que con sus nuevas armas pretendían quedarse con la tierra y confirmaban la mala fama que traían de sus andanzas por la región de los manglares”.
Muchos de los guerreros incaicos, sin embargo, no alcanzaban a entender lo que sucedía en la costa; por ello, cuando a Cajamarca “llegó la nueva que como los españoles habían desembarcado y asaltado en Tumbes... todos quedarían atónitos”. Pero los jefes del ejército atahuallpista persistieron en despreciar a los invasores. Se pecó de excesiva confianza en el campamento del Inca.
Aún permanecieron en Tumbes los españoles toda la primera quincena de mayo. al cabo, viendo que “no podían ser hallados los indios matadores y (que)... el pueblo de Tumbes estaba destruido... determinó el gobernador de partirse...”.

VIII. ENTRAN LOS INVASORES EN TIERRA DE LOS TALLANES Y ENFRENTAN A LA RESISTENCIA PATRIOTA EN POECHOS.
Tumbes estaba totalmente destruido, resultado de las batallas libradas allí entre huascaristas y atahuallpistas poco antes de la aparición de los españoles. No había más la ciudad que asombrara a Pedro de Candia cuando el segundo viaje de Pizarro. Además, se hallaba en gran parte despoblado. Tras la tenaz resistencia presentada a los invasores, los pobladores marcharon al interior dispuestos a proseguir la lucha, y no todos volvieron luego de la capitulación de Chirimasa.
La situación de los españoles en Tumbes no era pues la más propicia y Pizarro consideró necesario pasar adelante, proseguir la invasión del Perú. Así, el 16 de mayo de 1532 “acordó el gobernador de se partir de allí con alguna gente de pie y de caballo en busca de otra provincia que fuese más poblada, para asentar en ella y poblarla”. Antes, decidió que en Tumbes quedara por su teniente Sebastián de Belalcázar, con los españoles que quedaran en guarda del fardaje y con los que, por temor, desistieron de continuar la entrada. Adelante marchó Hernando de Soto con escogidos jinetes. Luego Francisco Pizarro con el grueso de la expedición, incluidos los cientos de auxiliares indios, cargueros y guerreros, más los negros esclavos. Y en retaguardia se colocó Hernando Pizarro, “con la gente enferma y escoltado por peones”.
En la primera jornada de viaje ‐refiere Oviedo‐ los invasores llegaron hasta un pequeño pueblo donde reposaron. Prosiguió al siguiente día la marcha y recién al cabo de tres jornadas encontraron otro poblado, gobernado por el curaca Silan. Porras supone situado este pueblo entre los cerros de la Brea, y menciona que los invasores bautizaron por Juan a su curaca. Los nativos, impresionados por la presencia de gente tan extraña, no obstaculizaron su paso y entonces pudo “reposar al gobernador allá tres días, porque la gente iba fatigada”.
La entrada se haría luego bastante fatigosa. Los invasores encontraban sólo “arenales muertos, donde padecieron grandísima sequía por el mucho calor y falta de agua”. Según testigos que a poco desertaron, “no hallaron tierra donde poder parar un día ni de comer para los españoles ni aún yerba para los caballos”. Esos pocos animosos expedicionarios se quejaron entonces de “que lo más rico de esta tierra lo deja(ban) en aquello de Tacamez y Santiago y las provincias a ellos cercanas. Pero el panorama
varió cuando tuvieron cerca el poblado de La Solana, de donde, tras breve reposo, continuaron hacia Poechos, pueblo situado cerca al río de La Chira o de los Tallanes, nombre de la nación que poblaba sus orillas, desde el mar hasta la sierra. El soldado Miguel Estete hasta se dio tiempo para describir el esperanzador paisaje que se ofrecía a sus ojos: “Este río de Tallanes era muy poblado de pueblos y muy buena ribera de frutales, y tierra muy mejor que la de Tumbes, abundoso de comidas y de ganados”.
Pacífico fue el recibimiento que los pobladores del valle ofrecieron a los invasores. Gracias a ello, Pizarro determinó descansar allí algunos días. Para este tiempo, también los incaicos huascaristas tenían noticias acerca de la aparición de los invasores en la costa. Cuenta Garcilaso que en el camino de Tumbes a Poechos se presentó ante Pizarro un embajador huascarista, rindiéndole pleitecía en nombre de su Inca, cuya corte consideraba cierta la pretendida divinidad de los invasores.
El astuto jefe cristiano proclamó entonces que venía enviado por dios para ayudar a la causa de Huáscar, quien, se le informó, resistía a duras penas el avance de los incaicos atahuallpistas. Fue la primera noticia que Pizarro obtuvo acerca del conflicto civil incaico que habría de facilitar sus planes. Y de inmediato, se autoerigió árbitro supremo. Satisfecho con su respuesta, el embajador huascarista, posiblemente el que las crónicas nombran Huamán Mallqui Topa, se volvió al sur, para informar a Huáscar sobre el ʺéxitoʺ de su gestión.
Oviedo narra que en Poechos Pizarro recibió la visita de varios curacas de los pueblos vecinos, quienes le manifestaron haber sido recientemente sojuzgados por los incas. Sabedor de que aquellos jefes nativos añoraban su autonomía, Pizarro les ofreció alianza, que los ingenuos curacas aceptaron pronto. Muy astutamente, para ʺlegalizarʺ su conquista, el jefe cristiano, sin que sus auditores lo notaran siquiera, les iba notificando el requerimiento en virtud del cual los territorios de esos curacas pasaban al dominio del imperialismo español. Los tallanes lo dejaban hacer sin prever las consecuencias de tal actitud. Así, los flamantes aliados fueron “recibidos por tales vasallos de sus majestades por autoridad, ante notarios”. Satisfecho con lo obrado y considerándose con derecho, Pizarro efectuó luego el reparto de indios e indias entre sus soldados y demandó de los naturales el acopio de bastimentos. Se establecía rápidamente la esclavitud y el tributo. A través de un pregonero el jefe español mandó que no se hiciese maltrato a los nativos “puesto que venían de paces”.
Pero no todos los grupos tallanes ofrecieron apoyo a los invasores. Diego de Trujillo, militante de la infantería española, relataría que poco tardó en manifestarse la resistencia de cierto grupo que se había retirado anteladamente del pueblo. Noticiado de ello, Pizarro despachó de inmediato una fuerza represiva a las órdenes de Sebastián Belalcázar.
En las cercanías de Poechos tuvo lugar la primera resistencia armada de los tallanes. Cruentos combates se libraron, con muerte de muchos nativos, heroicos defensores de su suelo. De los indios pro‐cristianos también murieron varios. Y aún el extremeño Juan de Sandoval terminó allí sus días cuando, atrevido, incursionó en el interior dispuesto a ʺranchearʺ. Pese al duro revés sufrido, los tallanes de Poechos no se rindieron. Retrocedieron, sí, hacia la tierra de los curacas de La Chira y Amotape, con la mira de ganarlos para su causa.

IX. ATAHUALLPA ENVÍA UN ESPÍA A POECHOS Y REAFIRMA SU CONFIANZA TRAS RECIBIR INFORME DE MAICA VILCA.
Pedro Sarmiento de Gamboa relata que Atahuallpa, en su marcha sobre el Cuzco llegó hasta el pueblo de Huamachuco, donde vinieron a él dos indios tallanes, enviados por los curacas de Paita y Tumbes “a avisar... cómo allí habían llegado por la mar... una gente de diferente traje que el suyo, con barbas, y que traían unos animales como carneros grandes”. El Inca, informado asimismo de que algunos grupos costeños se plegaban a los invasores y que éstos proclamaban que venían en apoyo de Huáscar. Estas reiteradas denuncias, empezaron a preocupar al comando atahuallpista.
De momento, Atahuallpa “determinó de no ir al Cuzco hasta ver que cosa era aquélla y qué los Viracochas determinaban hacer”. Tal la versión española. Pero no eran los invasores los que alarmaban al Inca, sino la posibilidad de una rebelión de grandes proporciones a sus espaldas, bajo los auspicios de aquéllos. Atahuallpa seguía despreciando a los cristianos; únicamente temió la sublevación del norte tahuantinsuyano que había sujetado merced a sangrientas luchas. Fue por ello que decidió regresar a Cajamarca, para mantenerse allí a la expectativa de lo que sucediera a las orillas del Apúrimac, donde su presencia no era necesaria pues ya la catástrofe de Huáscar era inminente.
La presión de los curacas costeños a él adictos, que repetían las acusaciones de que los españoles entraban robando y manifestando simpatías por Huáscar, fue motivo para que Atahuallpa destacara un espía al campo de los cristianos. El escogido fue Maicavilca, al que Betanzos llama Sikinchara, valentísimo orejón que había destacado en la guerra contra los huascaristas de la costa norte.
Maicavilca, “disfrazado como indio de baja suerte”, marchó al encuentro de los invasores, encontrándolos en Poechos. Cieza cuenta que el “orejón que envió Atahuallpa de Cajamarca había llegado disimulado adonde los cristianos estaban, sin que pensasen que (no) era uno de los indios que andaban sirviéndoles: contó cuántos eran, lo mismo hizo de los caballos”. Pero la presencia del espía no pasó inadvertido para algunos indios pro‐españoles, quienes no lo denunciaron, porque le temían; pero al momento, por la misma causa, dejaron de servir a los invasores. Dicha actitud empezó a preocupar a los españoles, y Hernando Pizarro, el más
furibundo, llegó a torturar a uno de los displicentes consiguiendo así que descubriera a Maicavilca.
Acto seguido, Maicavilca fue tomado prisionero y Hernando Pizarro “tomándole del rebozo que traía puesto, que es el traje tallán, lo derribó al suelo y le dio muchas coces”. En silencio el noble orejón soportó tal vejamen. Acudía a Hernando a solicitar de su hermano autorización para ultimar al peligroso espía, cuando éste, en un descuido de sus guardianes, logró darse a la fuga. Vanos fueron los intentos de los cristianos por recapturarlo. Maicavilca consiguió escabullirse de Poechos y marchó a toda prisa a presentar su informe a Atahuallpa.
No obstante el ultraje sufrido, Maicavilca no rectificó la pobre impresión que se formó de los invasores. Orgulloso en extremo, “llegado que fue a Cajamarca donde Atahuallpa estaba, le dijo que eran unos ladrones barbudos que habían salido de la mar”, pocos en número y viciosos, por lo cual consideraba que sería fácil matarlos a todos. Se ofreció incluso a encabezar una pequeña tropa para apresar a los invasores y hacerles pagar sus robos y demás iniquidades.
Tal informe terminó por disipar las preocupaciones de unos pocos atahuallpistas sobre el supuesto peligro de la costa. Rumi Ñahui, capitán atahuallpista que desde un principio exigió la aniquilación inmediata de los invasores, fue enviado a la región de los huancas para reprimir los brotes de rebeldía. Cuenta Cieza que los atahuallpistas, “en este tiempo tan revuelto... ni querían hacer caso de los que... les estaban a las espaldas para haber el señorío supremo de sus provincias”. Atahuallpa, como jefe de todos ellos, fue quien más despreció a los cristianos, anunciando que los “tomaría cuando ellos llegasen a donde él estaba”. Con todo, encargó al fidelísimo Maicavilca seguir la marcha de los españoles y esta vez le otorgó calidad de embajador por si juzgase conveniente presentarse ante ellos. El confiado Inca “creyó que como en los tiempos de Huayna Cápac los invasores se volverían por el mar, tras una fugaz visita”. Fatal error, que a la postre le costaría un imperio.

X. CUARTEL ESPAÑOL EN POECHOS. SEGUNDA FASE DE LA RESISTENCIA DE LOS TALLANES. HEROICA LUCHA DE CANGO E ICOTU, CURACAS PATRIOTAS.
El cuartel general de Poechos se estableció en una fortaleza situada “a un tiro de ballesta” del pueblo. Hasta allí empezaron a llegar abundantes provisiones conducidas por los indios aliados que “hacían con gran inteligencia todo lo que los españoles les mandaban”. Vale esta cita para destacar el nuevo cuadro social que aparecía en el país invadido: Los españoles mandaban y los indios obedecían.
Creyéndose seguro, Pizarro despachó partidas de reconocimiento a los alrededores. Le interesaba saber si existía un puerto cercano; era urgente tener lista la comunicación por mar. Diego de Almagro, a la cabeza de refuerzos, estaría por llegar.
Uno de los grupos que partió de Poechos halló pronto “buen puerto a la costa de la mar:” era Paita lugar al que llegaban siguiendo el río hasta su desembocadura en el océano. Refiere Estete que siguiendo el río “descubrióse todo hasta el mar”. Paita en aquel tiempo estaba poblada por “buenos caciques” ‐dice Oviedo‐, “señores de mucha gente”. Pizarro mismo salió a reconocer “los pueblos del río abajo”, quedando satisfecho de su inspección y proyectando establecer allí una fundación. En ese pensamiento despachó correos a Tumbes ordenando a Belalcázar venir en su seguimiento. Y casi de inmediato ordenó también la partida de Hernando, porque le pareció mucho mejor enviar con el mensajero a “persona de autoridad a quien el cacique e indios de Tumbes tuviesen respeto, temor y acatamiento, para que ayudasen a venir a la gente y traer fardaje”.
La salida de Hernando Pizarro al norte de Poechos camino de Tumbes sirvió para descubrir nuevos focos tallanes de resistencia. En efecto, el capitán general de la tropa invasora, logró enterarse en el trayecto que Cango e Icotu, dos famosos curacas de la sierra inmediata río arriba, además de otros “comarcanos a ellos”, se disponían a resistir a los españoles. Cuando se envió indios aliados a exigir de aquéllos pleitesía, respondieron orgullosamente que “no querían venir de paces ni les placía la vecindad de los cristianos”. Tornó Hernando con la noticia a Poechos y su hermano Francisco determinó sin dilación el castigo de los “alzados”. Una tropa de veinticinco jinetes y peones españoles, acompañada por
crecido número de indios aliados, salió de Poechos en demanda de los patriotas.
Cango e Icotu conociendo la aproximación del enemigo, evacuaron sus pueblos y se situaron en un paso del interior, dispuestos a combatir. Hasta allí a buscarlos los invasores y entonces se trabó desigual batalla. Desigual porque tanto en número como en armamento, los guerreros de Cango e Icotu llevaban las de perder. Pese a ello, los bravos tallanes no aceptaron la rendición que les fue exigida, y presentaron lucha. Esta fue breve, aunque sangrienta, pues los de la resistencia vendieron caras sus vidas y antes que huir prefirieron morir combatiendo.
La masacre no logró que la resistencia cejara. Los resto de Cango e Icotu se replegaron, pero anunciando que la lucha continuaba. Por ello el jefe de la tropa invasora los amenazó con la destrucción completa si no venían en paz. Hubo discusión en el campo patriota y el comando consideró finalmente que librar una nueva batalla contra enemigo tan poderoso era exponerse a un total exterminio, con lo cual la resistencia acabaría; era mejor optar por una fingida paz esperando la llegada de mejor momento para reiniciar la lucha armada.
Así lo convinieron todos y marcharon a entrevistarse con Pizarro que sin abrigar mayor recelo, pese a su conocida astucia, les ordenó “volver a sus pueblos y que recogiesen su gente y se sosegasen en sus casas y haciendas”. Cango e Icotu así lo prometieron y el caudillo cristiano consideró “pacificada aquella provincia”. Se equivocaba; otros caciques tallanes se aprestaban a resistir a los invasores.
XI. TERCERA FASE DE LA RESISTENCIA DE LOS TALLANES. CONSPIRACIÓN DE LOS PUEBLOS DE LA CHIRA Y AMOTAPE. HOLOCAUSTO PATRIOTA.
Hernando Pizarro retornó de Tum‐bes a mediados de junio, conduciendo a una parte de la gente de Tumbes; la otra se trasladó a Poechos por mar, en algunas balsas tumbesinas y en un barco mercante panameño, cuya tripulación trajo noticias de que Almagro terminaba en el istmo los preparativos para su partida al Perú. Francisco Pizarro decidió recibir personalmente a la gente que venía por mar y dejó Poechos camino del puerto de Paita. Pero poco antes de llegar a él, en un pueblo gobernado por el curaca de La Chira, halló a algunos españoles que habían ya desembarcado, los cuales, muy alarmados, le informaron que se alistaba la resistencia nativa en los alrededores. Refiere Pedro Pizarro que merced a la delación de una india, amante del conquistador Palomino, se conoció que algunos grupos tallanes de La Chira y Tangarara habían acordado aniquilar a los invasores. Incluso alguna gente que venía de Tumbes hubo de fortificarse en una huaca, soportando el asedio de los patriotas. Abundando en detalles, los recién desembarcados refirieron que, temerosos de amanecer muertos, no pudieron dormir la noche anterior, pues vieron ir y venir grupos de indios sospechosos, que andaban “muy alterados y acaudillados”.
Pizarro dispuso de inmediato la averiguación de la denuncia. Fueron hechos prisioneros varios comarcanos que, sometidos a crueles tormentos, dieron algunas luces. Refiere Oviedo que “hallóse que el cacique de La Chira, con sus principales y gente, y otro que se llama Amotape, que está el río abajo, cerca de este otro, tenían concertado de matar aquellos cristianos el propio día que el gobernador allí llegó. Por su parte Pedro Pizarro anotó que se hizo la información y en ella (se) halló por ser cierto querer matar a los españoles y haberse juntado para ello”.
Apenas conocido ello, el jefe de los invasores ordenó la prisión de los curacas y demás gente involucrada en la conspiración. Se les sometió también a salvajes torturas, a consecuencia de los cuales “confesaron su delito”. Delito llamaron las crónicas españolas a la noble causa india de luchar por la integridad de su territorio y cultura.
Nada pudieron alegar los patriotas en su defensa y sin más, fueron condenados a muerte. Según Pedro Pizarro, su vengativo primo “condenó
a muerte a trece caciques, y dándoles garrote, los quemaron”. Imponente pira ardió a orillas del río de los tallanes, inmolándose en ella los heroicos defensores de su suelo.
A decir de la crónica cristiana, Pizarro perdonó la vida únicamente al curaca de La Chira, buscando ganárselo como aliado y “certificándole que de si ahí adelante no fuese bueno, que en la primera ruindad que le tomase, que le costaría la vida y le destruiría”. El curaca de La Chira fue encargado de administrar en representación de los nuevos amos su pueblo y el de Amotape.
El terrible castigo vino a aniquilar aquel proyecto tallán de atacar el campamento de los invasores. Descabezada la resistencia, muertos sus principales comandos, la mayoría de los comarcanos se internaron en las serranías, en tanto los menos prefirieron alinear a las órdenes de los nuevos señores, sirviéndoles por temor, como bien anota Oviedo. A todo esto, ningún apoyo llegó de Atahuallpa para quienes resistían en la costa. Puede decirse que la lucha que presentaron a los invasores los pueblos tumbesinos y tallanes fue absolutamente de carácter local, sin participación alguna de las tropas del Inca, que persistía en ignorar la guerra que España le había declarado. 34
XII. FUNDACIÓN DE SAN MIGUEL, PRIMERA CIUDAD HISPANA EN EL PERÚ. LA NACIÓN DE LOS CAÑARIS SE UNE A LOS INVASORES.
Tras la represión de los tallanes, Pizarro consideró la necesidad de fundar una ciudad española. Después de recorrer el río Chira en gran parte, escogió el asiento del curaca Tangarara para planificar allí su fundación: “pareció tener buen puerto y buena disposición para poblar” ‐dice Estete‐ (y )”el dicho gobernador acordó de hacer allí un pueblo en el mejor lugar y sitio que le pareció, para que los navíos y gente que viniese a la tierra tuviesen abrigo y parte cierta donde desembarcar”.
Otros testigos mencionaron que “llegado a unas provincias que se decían Tangarara acordó de hacer allí un pueblo, así por parecer que la tierra que había andado y pasado desde Tumbes hasta allí era muy estéril y despoblada y la de adelante no sabría lo que sería, como porque halló buena disposición en un río y razonablemente poblada de indios y gente doméstica y pacífica aunque muy desnuda de todo y gente para poco y de poca capacidad”.
Antes de proceder a la fundación, y para prevenirse de cualquier sorpresa desagradable, Francisco Pizarro destacó en avanzada hasta Piura a su hermano Juan, al mando de cincuenta jinetes, para que “allí estuviese con gran guarda y vela teniendo muchos espías sobre la gente de Atahuallpa, porque se temía enviase alguna sobre los españoles”.
El día escogido para el solemne acto de fundación debió ser de mediados de julio de 1532. Actuaron como testigos el padre Vicente Valverde, todo el clan Pizarro, exceptuando Juan que fue a Piura, los oficiales reales Riquelme y Navarro, los principales capitanes y una docena de religiosos. Algunos curacas tallanes presenciaron también aquella farsa, por la cual sus pretendidos aliados les despojaban de sus tierras, porque Pizarro incorporó ese asiento al estado imperialista español: “le tomó y sujetó a la corona real de su majestad”, mencionó una relación anónima enviada a la reina de Hungría poco después.
A seis leguas, a orillas del Chira y en tierra de los tallanes, se fundó así la primera ciudad española del Perú, que los invasores bautizaron como San Miguel. Por teniente gobernador de San Miguel, Pizarro nombró a Juan Roldán Dávila. Se nombraron luego los alcaldes y regidores. Blas de Atienza recibió el cargo de justicia real y el clérigo Juan de Sosa fue
investido como primer cura del Perú. Todos prestaron juramento ante el jefe de los invasores. Luego, procedió éste al reparto de tierras y solares, tras lo cual “depositó los caciques e indios en los vecinos de estos pueblos”. A Hernando Pizarro le tocó la primera encomienda. Tumbes, asiento considerado dentro de la jurisdicción de la flamante ciudad, fue adjudicado a Hernando de Soto. En total se repartieron ese día cincuenta encomiendas, pues tal fue el número de vecinos inscritos en San Miguel. En tan acogedor valle, los invasores habrían de permanecer por espacio de cuatro meses.
Pizarro aprovechó la presencia del navío mercante para enviar a Panamá el quinto real del escaso botín cogido en Tumbes y Piura. Se menciona que, por congraciarse con las autoridades a fin de que éstas pusieran menos trabas a la labor de Almagro, magnificó aquel quinto, tomando prestado lo que correspondía a varios de sus soldados. Asimismo, solicitó otro préstamo para socorrer a su socio, sabedor de que también padecía apuros económicos. El conquistador Francisco de Isásaga, que decidió retornar a Santo Domingo, sería encargado de llevar tales caudales.
Por entonces, precisamente el 19 de julio de 1531, desde el puerto de Nombre de Dios el licenciado de la Gama escribía al emperador que no era cierto el rumor que circulaba en el istmo sobre que Almagro demoraba a propósito la salida de refuerzos para el Perú. Dio testimonio de “que iría derecho adónde estaba el dicho gobernador y obedecería y haría todo lo se le mandase”.
Pocos días más tarde, el 5 de agosto, desde Panamá el licenciado Espinoza informaba al emperador que Almagro había despachado ya varios navíos, a bordo de los cuales viajaban unos sesenta españoles, cientos de auxiliares indios, y muchos caballos y bastimentos. Según esta carta, Almagro había construido en Panamá “un navío, el; mayor que se ha hecho en este mar, porque es navío que lleva cuarenta caballos y podría llevar más de doscientas personas de españoles e indios”.
Reunía por entonces el socio “tres navíos, los mejores y más aderezados que se han visto en este mar”. Un año tardaban los preparativos y en ese tiempo Almagro debió sufragar los gastos de alimentación de los ciento cincuenta hombres que había comprometido para pasar al Perú; además tuvo que pagar las deudas que ellos tenían contraídas y les proporcionó también “caballos, indios y servicio para el viaje... a su costa y de sus amigos, que ha perecido maravilla”.
No habiendo llegado hasta entonces nuevas del Perú a Panamá, había mucha preocupación por la suerte de los de Pizarro. Espinoza no dejó de mencionar que persistían las divergencias entre los socios de la conquista, que él trató de amenguar, recomendando muy especialmente a Almagro a quien consideraba “persona muy bastante para servir a V.M. en todo lo de acá y de mucho ánimo y experiencia y diligencia... habilidad y suficiencia... (que) sirve a V.M. con toda voluntad en lo de estas tierras y provincias del Perú, que parece que tiene ya por vicio, siendo una cosa tan trabajosa y costosa que hubiera cansado a muchos”. Así pues, no eran de menos valor que los de Pizarro los trabajos de Almagro, pese a lo cual los méritos del tuerto habrían de ser siempre subestimados. A favor de Almagro hay que decir que sus virtudes fueron más que sus defectos, al contrario de Pizarro.
Espinoza anunciaba también la salida de Hernando de Luque para el Perú, acompañando a Almagro. Pero a la postre, el obispo de Tumbes jamás llegó a pisar su diócesis.
Otro famoso conquistador, Pedro de Alvarado, terminaba por entonces sus preparativos para partir al Perú. En carta fechada en Guatemala el 1 de setiembre de 1532 informaba de ello al emperador.
Tenía listos quinientos españoles, doscientos de ellos jinetes, todos perfectamente armados. La intención de Alvarado con justa razón alarmaría a Pizarro y Almagro poco más tarde. En el invadido Perú, mientras tanto, Pizarro recibía la importante adhesión de la nación de los Cañaris, “eternos rebeldes y enemigos jurados de los Incas”. En la guerra civil habían favorecido a Huáscar y ahora, considerándolo prácticamente derrotado, se unían a los invasores creyendo conseguir con ello apoyo en la renovada lucha por recuperar su autonomía.
Fueron los cañaris los primeros afectados con el arrollador avance de los incaicos atahuallpistas; dijeron a Pizarro “que tras la guerra que les hizo apenas (quedaron) doce mil pobladores de los cincuenta mil que eran”. Nada podría desarraigar del ánimo de los cañaris un odio extremo hacia los Incas. Pizarro lo entendió perfectamente, y les otorgó situación privilegiada entre sus tropas aliadas, luego que tumbesinos y tallanes le hablaran de la bravura de esos guerreros del norte. Verdaderamente trascendental, por sus consecuencias, fue el pacto de los cañaris con los invasores. Gracias a ese apoyo, lograrían derrotar a la resistencia incaica.

XIII. LA NOTICIA DE LA LLEGADA DE LOS INVASORES SE EXTIENDE POR TODO EL TAHUANTINSUYO. PIZARRO OBTIENE MAYORES INFORMES SOBRE LA GUERRA CIVIL INCAICA.
Según testimonio de Zapayco, indio natural de Yauyos, por este tiempo “se dijo por todos estos reinos que habían llegado ciertas gentes barbudas en unas casas por la mar y que habían salido en tierra y poblado en un pueblo en el valle de Tangarara”. Otra versión peruana, la del huarochirano Yacovilca, confirma que diligentes chasquis noticiaron a Huáscar Inca “de cómo habían llegado a la costa del Perú ciertas gentes que llamaban Capacochas que decían hijos del mar y que ésos habían desembarcado y poblado un pueblo en el valle de Tangarara”.
Huascaristas presentes en Puná, Tumbes y Piura se encargaron de trasmitir estas noticias, mediante fidelísimos correos, agregando que los invasores debían considerarse auxilio divino porque llegaban proclamando adhesión a la causa de Huáscar, precisamente cuando atravesaba por el más crítico momento. Por ello ‐se lee en Cieza‐ “no trataron resistencia a ellos ni los tomaron por cosa dificultosa, porque de Atahuallpa es de quien temían y a quien desamaban”.
No se sabe si con consentimiento de Huáscar, o sin él como supone Garcilaso, algunos nobles cuzqueños marcharon al norte a recibir con beneplácito a los Viracochas. Lo que sí parece cierto es que Yacovilca, que según propia confesión servía entonces en la corte cuzqueña, recibió encargo de Huáscar para salir al encuentro de los invasores y “saber qué era lo que se decía de los hijos de la mar que allí venían y poblaban. Y cierto también es que los sacerdotes cuzqueños, sostén del gobierno de Huáscar, aceptaron desde un principio la divinidad de los extraños seres. De ellos, la única excepción fue Vila Oma, que según refieren las crónicas solicitó de Huáscar la destrucción de los intrusos, porque venían sedientos de riquezas y poder”.
Entretanto, en Cajamarca Atahuallpa también recibía nuevos correos anunciándole “de cómo Pizarro pasó de Tumbes y que se juntaban con él cada día cristianos y caballos que venían por la mar”. Líderes de la resistencia punaeña, tumbesina y tallán llevaron también hasta él informes de cómo los invasores “robaban cuanto hallaban y se lo tomaban, sirviéndose de ellos a su pesar, tomando sus mujeres para tenerlas por mancebas y a sus hijos cautivos; sin lo cual publicaban que había de ganar toda la tierra y quitarla al que de ella era señor. Contaban ‐transcribimos a Cieza‐ que burlaban cuanto decían que adoraban al sol y a los otros dioses suyos, y así lo mostraban más claro cuando violaban sus huacas, teniéndolas como cosa de burla”. Pero Atahuallpa, confiado más en el informe de Maicavilca, continuó menospreciando al enemigo, aunque recomendó a su espía oficial “que fuese con disimulación al real de los cristianos y entendiese en el intento que traían y su manera, y volviese con brevedad a le avisar”.
En San Miguel Pizarro recibió también importantísimos informes: “estando allí” se lee en la carta anónima enviada a la reina de Hungría “tuvo nueva que un cacique llamado Atahuallpa, hijo de otro cacique que se decía el Cuzco (Huayna Cápac), tenía sujeta toda la tierra y era muy temido en ella, y residía en un pueblo que se decía Cajamarca, con grande ejército de gente de guerra”. Efectivamente, por ese tiempo el triunfo de los atahuallpistas era inminente, pese a que Cuzco (Huáscar) “y el otro Atahuallpa que esta(ba) muy diferentes ambos, (continuaban) muy cruda guerra”. Asimismo se enteraba el jefe de los invasores de que existían, la tierra adentro, la vía de Chincha y del Cuzco, grandes y ricas poblaciones, y que a sólo unas doce o quince jornadas de San Miguel se ubicaba la ciudad de Cajamarca.
Se reintegró por entonces al campamento de los invasores una tropa que al mando de Belalcázar había salido a reprimir nuevos brotes de oposición nativa en el interior. Grupos tallanes de los que dieron muerte a Juan de Sandoval, persistían en la resistencia hostilizando frecuentemente a los invasores, aunque desde cierta distancia. Belalcázar no logró dar con ellos, pero supo que se habían retirado al interior de Piura.

XIV. AVANCE DE LOS INVASORES SOBRE PIURA. EL CAMPAMENTO DE PAVUR
Amediados de setiembre Pizarro juzgó llegado el tiempo de continuar la entrada. Se hicieron entonces los preparativos para partir de San Miguel, lamentándose la carencia de noticias sobre Almagro. En San Miguel se quedarían los enfermos y los menos audaces, junto a la mayoría de los flamantes vecinos que en calidad de guarnición se dejaba al mando a Roldán Dávila. Tampoco seguirían adelante los oficiales reales Navarro y Riquelme, ni el cura Sosa.
Las crónicas españolas difieren en citar el número de los españoles que continuaron la marcha. Cieza señala ciento setenta; Molina, ciento cincuenta de a pie y caballo; Gutiérrez de Santa Clara, sesenta y dos jinetes y ciento dos peones; la Relación Francesa, sesenta jinetes y ochenta infantes y la Relación Anónima de 1533 habla de ciento sesenta, sesenta de ellos a caballo.
Los protagonistas del suceso tampoco concuerdan en sus cifras: Xerez habla de sesenta y siete jinetes y ciento diez peones; Mena de sesenta jinetes y noventa a pie; Estela dice que fueron ciento cincuenta, noventa caballeros y los demás ballesteros, piqueros y arcabuceros de a pie; y Pedro Pizarro cita ciento noventa, cien de ellos peones.
Por miles se congregaron los indios auxiliares: guatemalas, nicaraguas, grupos de tumbesinos, tallanes y cañaris, entre los principales. Y también considerable cantidad de negros se alistó para proseguir la entrada con los españoles.
Varios de los pobladores de Tangarara lamentaron la próxima partida, temiendo que los atahuallpistas tomaran la ciudad desguarnecida y los castigaran por haberse unido a los invasores. Los testimonios cristianos hablan reiteradamente del miedo que aquellos renegados sentían por Atahuallpa. Insistieron por ello ante Pizarro para que no prosiguiese la marcha, diciéndole que “muy pequeña partida de (la) hueste (de Atahuallpa) bastaba para matar a todos los españoles... y... contaban de él muchas y grandes crueldades”, según refiere Oviedo.
Pero la ambición de Pizarro iba a la par que su valentía. Ningún temor le causaron las advertencias de los comarcanos. La crisis política incaica, pensaba, debilitaría la resistencia y confiaba en su habilidad como intrigante: “divide y reinarás”, era la consigna que se repetía a sí mismo. Su plan se veía grandemente facilitado por la anarquía que desgarraba al Tahuantinsuyo. Sabía que a medida que prosiguiera la invasión habría de hallar nuevos e ingenuos aliados y por eso ordenó la partida de Tangarara “a veinte y tres días del mes de setiembre de mil quinientos treinta y dos”.
El Chira, que iba algo crecido, lo cruzaron los invasores en dos balsas pequeñas; los caballos fueron a nado. Y el paso del río fue lo único que hicieron aquel día, pues acamparon a la orilla opuesta y allí durmieron.
Reiniciada la marcha, a los tres días dieron en Piura. Conviene anotar que para entonces ocupaba ya la fortaleza de ese pueblo la vanguardia española. Pizarro ordenó instalar campamento para descanso de su hueste, pero antes procedió a revisarla. Habían sido tres jornadas agotadoras y muchos de sus hombres iban desanimados. En el trayecto habían sido informados por los pocos pobladores que toparon sobre la calidad de la tierra que tenían por delante; fueron informes falsos, proporcionados sin duda por partidarios de Atahuallpa, pues según relata uno de los invasores, “nos amenazaban que él nos vendría a buscar”.
La Crónica Rimada ofrece testimonio de tales encuentros: “Dejando aquí unos poblados,/ van adelante siguiendo su fin,/ adonde les dicen nueva muy ruin,/ diciendo los pueblos ya ser acabados;/ que adelante eran montes despoblados,/ una casa pequeña aquí y otra allí,/ muchos quisieron volverse de aquí,/ que después se hallaron sin duda burlados”.
Varios anunciaron su deseo de desertar y Pizarro, en el afán de dominar la situación, pronunció sincera y severa arenga ante sus tropas. Tras ella, ordenó al pregonero publicar que concedía autorización de volver a aquellos que no se sintieran capaces de seguir adelante. Esta invitación fue también motivada por un alarmante correo enviado por Roldán Dávila, quien, apenas salidos sus camaradas de San Miguel debió enfrentar brotes de rebeldía aun en los tallanes que habían quedado como aliados; dijo a Pizarro que le parecían pocos los cincuenta españoles dejados a su mando para guarnecer la ciudad y solicitó pronto socorro. Nueve españoles desertaron en Piura, cinco jinetes y cuatro infantes. Otra docena se dispersó por los alrededores, sin decidirse aún a abandonar la empresa. Pero la mayoría optó por continuar, ansiosa del botín que, aseguraba Pizarro, habrían de obtener.
El descanso en Piura duraría diez días. En ese lapso, Pizarro ordenó la fabricación de nuevas armas y arreos para hombres y bestias. Merced a ese trabajo se pudo aumentar la fuerza de ballesteros, cuerpo para el cual se designó comandantes.
En Piura recibió Pizarro el apoyo de algunos curacas lambayeques. Uno de ellos fue el famoso Xancol Chumbi, de Reque, a quien poco después siguió Chestan Xenfuin, curaca de Lambayeque. Pero muchos de los jefes costeños prefirieron mantenerse neutrales; no veían con buenos ojos la presencia de los invasores e incluso habrían mostrado su disconformidad con los colaboracionistas.
Se sabe que Xecfuin Pisan, otro curaca que pretendía unirse a los cristianos, fue asesinado por los grupos extremistas luego que anunciara su determinación.
En la segunda semana de octubre los invasores reiniciaron la marcha. Tras recorrer una jornada llegaron al pueblo del curaca Pavur, en el cual destacaba una plaza grande donde fue instalado el campamento.
El cuadro que presentaba ese pueblo era desolador. Por sus comarcanos supo Pizarro que había sido destruido por las tropas atahuallpistas, al igual que otros veinte asientos de los alrededores.
El curaca de Pavur y un hermano suyo, declarados huascaristas, favorecieron a los invasores luego de que el astuto Pizarro les confirmó que venían en apoyo de la causa de Huáscar Inca. Quien más se alegró con este recibimiento fue Hernando Pizarro, pues esa tierra le había tocado en el repartimiento de San Miguel.

XV. HEROICA RESISTENCIA NATIVA EN CAXAS. NUEVA APARICIÓN DE MAICAVILCA.
Pizarro fue informado allí de que en un pueblo cercano, camino de la sierra, denominado Caxas, se hallaba una fuerte guarnición atahuallpista. Supo Pizarro ‐dice Mena‐ “que tres jornadas de allí estaba un pueblo que se decía Caxas, en el cual estaban aposentados muchos indios de guerra que tenían recogidos muchos tributos con los que Atahuallpa abastecía su real”. Consideró entonces necesario doblegarlos, pues parecían dispuestos a resistir, y alistó una tropa para salir contra ellos. Su hermano Hernando se ofreció para comandarla, pero el gobernador prefirió nombrar a Hernando de Soto. Tal vez consideró la empresa demasiada riesgosa, pues era la primera vez en que mediría sus fuerzas con tropas de Atahuallpa. Antes de despedir a Soto, Pizarro le anunció que lo esperaría con el resto de la gente en Sarán.
A la cabeza de sesenta jinetes y con numerosa tropa de auxiliares indígenas, partió Soto para Caxas, tomando el camino de Sarán. Debió cruzar las quebradas que conducen sus aguas al río Piura, atravesando la cordillera occidental ‐conforme señala Porras‐ por la de “Puemalca”.
En Sarán, pueblo huascarista, los invasores “supieron que la gente de guerra había estado allí” sobre una sierra esperándolos, y se habían quitado de allí. Al cabo de dos jornadas y tras recorrer veinte leguas ‐según anota Trujillo‐ entraron a un pueblo que se dice Caxas. Allí les confirmaron que la tropa atahuallpista se hallaba emboscada esperando a los españoles, a las afueras del pueblo. Éste era netamente huascarista y por tal causa había soportado recientemente tremendos castigos de parte de los incaicos atahuallpistas: Por los cerros ‐refiere un testigo‐ había muchos indios colgados.
Pero la traza de la ciudad incaica allí construida se mantenía casi intacta. Los invasores ‐dice Cieza‐ “vieron grandes edificios, muchas manadas de ovejas y carneros (auquénidos); hallaron tejuelos de oro fino, con que más se holgaron; (y) mantenimiento había tanto, que se espantaron”.
Soto entendió que para gozar del saqueo de ese pueblo era necesario vencer primero a la tropa atahuallpista que los amenazaba. Y a duras penas pudo contener a sus hombres que pugnaban por profanar cuanto antes los acllahuasi que en Caxas existían.
Mientras tanto, los atahuallpistas, secundados por muchos naturales del lugar, a decir de Cieza, se animaban diciendo que los enemigos a combatir eran “crueles, soberbios, lujuriosos, haraganes y otras cosas más... (y) platicaron de los matar”. Y antes de que los cristianos llegasen hasta sus posiciones “salieron a Soto buen golpe de ellos llevando cordeles recios, pareciéndoles que (los caballos) eran algunos pacos (guanacos) que ligeramente se habían de prender”.
El licenciado La Gama, a quien informaron testigos del hecho, menciona que salío un capitán “incaico con mucha gente a resistirles el paso en una sierra muy grande por donde habían de pasar de necesidad los nuestros españoles”.
Cieza prosigue: Soto “con los que estaban con él vinieron a las manos a los indios de los cuales mataron muchos... hirieron a un cristiano llamado Xinconez: el que lo hizo, pagólo, porque con golpes de espada le hicieron pedazos”. El combate fue a todas luces desigual. Junto a los sesenta jinetes españoles alinearon algunos guerreros caxeños, que quisieron cobrar venganza de aquéllos que habían desolado su pueblo; se sucedieron repetidas cargas de caballería y las filas de la infantería ligera incaica fueron completamente destrozados.
Luego, cansados los cristianos de tasajear a los incaicos cedieron su lugar a los caxeños quienes remataron con odio a los atahuallpistas.
Los caballos fueron los artífices de la victoria cristiana, y también los feroces perros, que hambrientos de carne humana salieron en persecución de los que huían.
Varios guerreros atahuallpistas fueron cogidos prisioneros y por ellos se conoció más detalles “de la guerra que había entre Huáscar y Atahuallpa”. El combate de Caxas fue muestra palpable de la fatal pugna dinástica y de panacas que había dividido a los orejones.
A continuación, Soto procedió a ocupar la ciudad de Caxas. Como es fácil suponer, luego de saber que los españoles eran enemigos de los atahuallpistas, los caxeños ‐fervorosos huascaristas‐ salieron a recibirlos con grandes muestras de aprecio. Los encabezó el curaca principal, quien “vino quejándose de Atahuallpa, de cómo los había destruido y muerto mucha gente, que de diez o doce mil indios que tenía no le había dejado más de tres mil”. Soto le ofreció protección y entonces el curaca se creyó obligado a ofrecer lo mejor que tenía a sus presuntos aliados: les abrió las
puertas de los tres acllahuasis que existían en Caxas. Diego de Trujillo, que contempló dicha escena, escribió que “se sacaron las mujeres a la plaza, que eran más de quinientas, y el curaca dio muchas de ellas a los españoles”. Soto, que no cabía en sí de gozo, escogió a cinco de las más hermosas.
Ello fue suficiente para que apareciera en escena un personaje de cuya presencia no se habían percatado ni españoles ni caxeños. Era Maicavilca, valentísimo capitán incaico, que no se presentaba disfrazado, como en Poechos sino ataviado con riquísimo traje de orejón. Había llegado secretamente al pueblo y muy posiblemente tuvo participación en la resistencia presentada en las afueras. La sola pronunciación de su nombre infundió profundo temor en los huascaristas y todos enmudecieron. Orgulloso, el capitán atahuallpista, que con tal audacia se presentaba en medio de tantos enemigos, tuvo el coraje de protestar escandalizado por el reparto de las vírgenes, cortando el silencio con estas palabras: “¿cómo osáis vosotros hacer esto estando Atahuallpa veinte leguas de aquí? ¡Porque no ha de quedar hombre vivo de vosotros!”.
El curaca y los principales de Caxas quedaron espantados con esa amenaza. Se consideraban perdidos por haber consentido la profanación de los sagrados acllahuasis. Pero esta vez Maicavilca no tenía tiempo para castigos pues llevaba encargo extraordinario. Como mencionáramos líneas atrás, Atahuallpa, noticiado de la presencia de los extraños invasores, lo había nombrado embajador ante el jefe de los cristianos, para quien sus auxiliares portaban presentes. Soto indagó por ellos y observó que eran patos degollados y dos fortalezas de piedra.
Maicavilca, siempre audaz, le dijo que los españoles quedarían como esos patos, vale decir, degollados. Acatando anteladas órdenes de Pizarro, en el sentido de actuar moderadamente con los embajadores incaicos, Soto no contestó tal bravata. Más bien optó por conducir a Maicavilca ante su jefe. Pero antes quiso incursionar hasta Huancabamba, pueblo al que llegó luego de cabalgar un día.
Los invasores se sorprendieron ante la imponente presencia de una gran ciudad donde se advertía rápidamente la influencia de una cultura superior: “aquel pueblo de Huancabamba” ‐se lee en Oviedo... (era) “mucho mayor que de Caxas y de mejores edificios, y la fortaleza mejor, toda de piedra muy bien labrada y asentada, las piedras grandes, del largo de cinco y seis palmos, y tan juntas que parecía que ninguna mezcla tenían y con su azotea alta de catería, con dos escaleras de piedra en medio de dos aposentos principales de la fortaleza; y por medio de aquel pueblo pasa un río pequeño, de que aquellos pueblos se sirven, y tienen sus puentes con sus calzadas muy bien hechas de piedra”.
Gran admiración produjo el hermoso camino “hecho a mano” que atravesaba aquella tierra, tramo del que unía el Cuzco con Quito: “va muy llano”, ‐dijeron‐ “puesto por muy grandes sierras, y muy bien echado y labrado, y tan ancho, que seis de caballo pueden ir por él a la par, sin llegar uno a otro”. Tambos y collcas hallaron abundantemente provistos, y se dedicaron a saquearlos. Y así, cuenta Cieza, “Soto y los cristianos después de haber robado todo lo que pudieron, dieron vuelta adónde habían dejado a Pizarro”.

XVI. AVANCE ESPAÑOL A SARÁN. ENTREVISTA CON MAICAVILCA. PROYECTOS DE ATAHUALLPA.
Un día después de la partida de Soto a Caxas, Pizarro abandonó Piura con el resto de sus tropas. A poco, aumentaron las deserciones, luego de que se escuchó hablar a los comarcanos de un posible ataque atahuallpista. No era cierto el rumor pero bastó para que siete invasores abandonaran la entrada y se retiraran hacia San Miguel, por miedo a la resistencia peruana y “temor a los malos caminos y poca agua”.
Mediodía de marcha bastó a la hueste de Pizarro para llegar hasta la fortaleza de Sarán, hallando en ella esperándole al curaca de ese pueblo, cuya gente acudió al recibimiento de los españoles portando variados bastimentos. Se pasó allí la tarde y la noche, informándose Pizarro de los sucesos que se desenvolvían en el sur del imperio. No obstante ser huascaristas, los de Sarán manifestaron que el triunfo de Atahuallpa era inminente.
Por esos días, el ejército incaico de Huáscar al mando de Huanca Auqui había sido destrozado en Yanamarca por las tropas de los caudillos atahuallpistas Apo Quisquis y Chalco Chima. Con ello, Atahuallpa lograba el control de todo el valle del Mantaro, núcleo central del Tahuantinsuyo.
De la fortaleza marcharon los invasores al pueblo de Sarán, donde conforme a lo acordado esperarían la vuelta de Soto. Menciona Estete que allí estuvieron “por algunos días, dándonos los naturales de la tierra muchos mantenimientos”. En ese lapso Hernando Pizarro salió a explorar los alrededores, encontrando el camino a Cajamarca.
Poco después volvía la vanguardia de Soto y con ella el embajador de Atahuallpa, quien se presentó como “indio de gran soberbia”, según anotación de Trujillo. Otro de los invasores, Miguel Estete, citó por su parte que Maicavilca “entró con tanta desenvoltura a donde el dicho Pizarro estaba, como si toda su vida se hubiera criado entre los españoles”. Mientras que Pedro Pizarro escribió que en “Sarán salió el mismo indio llamado Apo que dije en Poechos haberle atropellado Hernando Pizarro”.
Lo primero que hizo el noble atahuallpista fue anunciar su calidad de embajador. Dijo a Pizarro “cómo su señor Atahuallpa le enviaba a él desde Cajamarca en busca suya, creyendo que se hallara en Caxas, y como halló allí a su capitán se vino con él a le traer aquel presente que Atahuallpa le enviaba...; y que le enviaba decir que él tenía voluntad de ser su amigo y de esperarle de paces en Cajamarca”.
Evidentemente, Atahuallpa tampoco jugaba limpio. Nada cierto había en esa voluntad de ser amigo de los cristianos. Preocupado en esos días por los acontecimientos que se desarrollaban en el Apurímac, poca atención había concedido a la extraña aparición de invasores por la costa.
Sin embargo, varios de sus más perspicaces consejeros, Chalco China entre ellos, le aconsejaron destrozar cuanto antes a esas gentes pues repetidamente proclamaban venir en apoyo de Huáscar Inca. Fue por ello que, como hemos visto, Atahuallpa destacó espías al campo español, recibiendo a través de ellos informes tranquilizadores. Los barbudos eran pocos y no parecían tan temibles.
Maicavilca y otros atahuallpistas no concedieron ninguna importancia a los miles de guerreros indios que iban alineándose con los españoles, despreciaban a los núcleos locales y en nada respetaban a los indios extranjeros.
Así, pues Atahuallpa, pese a las tercas advertencias de Challco Chima y Rumi Ñahui, no quiso estorbar el paso de aquellos que venían robando la tierra, sino que proyectó cogerlos vivos cuando estuvieran cerca a Cajamarca. Y Maicavilca fue el encargado de invitarlos a la trampa. Por eso, mintió en Sarán al decir que su señor holgaba mucho con la llegada de los cristianos.
De momento, Pizarro no aceptó la invitación; sagazmente, la tuvo por sospechosa, más aún cuando luego de que Soto le refiriera la bravata del orejón en Caxas. Se conformó con devolver los cumplidos diplomáticamente y en un alarde de cinismo ofreció apoyo bélico a Atahuallpa: “El gobernador ‐se lee en Oviedo‐ recibió el presente y respondió que él holgaba mucha de su venida, por ser mensajero de Atahuallpa, a quien él deseaba mucho ver y conocer por los nuevos que de él tenía; y que así como tuvo de él noticia y supo que había conquistado la tierra, haciendo guerra a sus enemigos, determinó de no parar hasta verle y ser su amigo y hermano, y favorecerle en su conquista con los españoles que traía”. Maicavilca supo entonces ocultar una sonrisa de incredulidad; frente a él tenía a un pillo de alto vuelo. 48
Según Estete, Maicavilca permaneció en el campamento español dos o tres días. En ese tiempo se dedicó a sus afanes de espionaje. Tal mencionó Pedro Pizarro: “fue la venida de este indio para contar la gente cuántos eran, y así andaba de español en español, tentándoles las fuerzas a manera que burlaba, y pidiéndoles que sacasen las espadas y las mostrasen”. El orejón llegó al extremo de tirar de las barbas a un cristiano, el que reaccionó violentamente.
Francisco Pizarro acudió presto a poner orden y mandó que no tocasen a Maicavilca por más que se propasase en sus audacias; aunque intentó amedrentar al espía, ordenando se hiciese frente a él un disparo de cañón. Fracasó Pizarro en su afán, pues el valiente atahuallpista no se inmutó ante la sonora explosión: “no mudó jamás el semblante ‐relató Diego de Silva y Guzmán‐; antes mostr(o) el rostro constante”.
Maicavilca preguntó por la intención de los españoles entrando en tierra ajena. Las respuestas fueron disímiles y el orejón no las tomó seriamente. Tras ello, optó por retirarse cordialmente. Pizarro, al despedirlo, le entregó “ciertas camisas y sartales de cuentas de España de vidrios, jaspes y otras cosas” para que se las entregara a Atahuallpa en reciprocidad del regalo recibido.
De regreso a Cajamarca, Maicavilca casi repitió su anterior informe. Son “unos hombres ladrones, haraganes”, fue lo que dijo a Atahuallpa, según Pedro Pizarro, aconsejando preparar “muchas sogas para atarlos, porque venían muy medrosos”.
En ese último detalle no se equivocaba Maicavilca, como veremos más adelante. Pero fatal error suyo fue el referirse en la poca peligrosidad del enemigo. No los consideró tales que pudiesen vencer a soldados de Atahuallpa, que se tenían por los mejores del mundo. Yacovilca, el espía huascarista introducido en Cajamarca, fue testigo de cómo los atahuallpistas menospreciaban a los invasores; “por ser pocos y los suyos muchos y tener entendido que en el mundo todo no había gente que los pudiese dominar ni vencer ni fuese más valiente que ello”. El propio Maicavilca propuso a su señor comandar una pequeña tropa para emboscar a los españoles en el camino a Cajamarca y hasta solicitó perdón para tres de ellos, que a su juicio podrían ser de utilidad como servidores yanaconas: “yo te los daré atados a todos, porque a mí solo me han (tenido) miedo, ‐dijo al Inca‐, y... no haz de matar a tres de ellos... el herrador, el barbero que hac(e) mozos a los jóvenes, y a Hernán Sánchez Morillo, que (es) gran volteador”.
Atahuallpa creyó a pie juntillas el nuevo informe, ante el escándalo de Rumi Ñahui, quien no podía consentir el mal trato que los invasores iban dando a los atahuallpistas de la costa, de lo que se informó por Maicavilca y otros espías a su servicio.

XVII. CARTAS A ESPAÑA. AVANCE DE SARÁN A OLMOS Y MOTUPE. GRUPOS CHIMÚES SE UNEN A LOS INVASORES.
Luego de la partida de Maicavilca, aún permaneció un par de días más en Sarán la hueste invasora, principalmente para permitir el reposo de las tropas de Soto y Hernando Pizarro que habían estado explorando los alrededores. En ese tiempo, decidida ya la marcha sobre Cajamarca, Pizarro remitió cartas a los de San Miguel, dándoles razón acerca de los últimos sucesos y enviándoles conjuntamente una parte del regalo que Maicavilca trajera, prendas de vestir confeccionadas con fina lana de auquénidos, vestidos que supuso, “con fundamento, en España y en todo el mundo se estimarían por muy rica y sutil obra”.
Desde Panamá, el 20 de octubre, Hernando de Luque remitiría carta al emperador, noticiándole que Almagro era ya partido para el Perú y que no había podido acompañarlo porque su presencia en Panamá era más útil. Por eso entonces el clérigo atestiguaría que Hernando Pizarro empezaba a “manifestarse como causa de la discordia” entre Almagro y Francisco Pizarro.
Premonitoriamente habló en esa “carta de que algún día habr(ían) los escándalos” entre ellos. No se equivocó el maestrescuela cuando escribió que “mientras Hernando Pizarro estuviese en la tierra... jamás podrían tener paz ni conformidad”. Recomendó devolver al alborotador a Castilla con dos mil pesos de buen oro para que reposara y dejara en paz a los conquistadores del Perú. Manifestó luego que él y sus amigos capitalistas habían prácticamente quebrado, razón por la cual hubo de suplicar de la corona el remedio. Terminó su carta calificando a “Almagro de amigo de todos”. Por desgracia, la muerte no le permitiría a Luque seguir abogando por el desventurado tuerto.
También de Panamá, y ese mismo 20 de octubre, el licenciado Espinoza escribía al emperador, informando de que en la segunda semana de ese mes había llegado al istmo dos navíos procedentes del Perú, por cuyos tripulantes se sabía que los españoles habían avanzado hasta Piura. Espinoza habló también de las discordias entre Pizarro y Almagro, según él alentadas por terceros. De otro lado, no dejó de reconocer a la corona pusiese atención a lo que iba haciendo Pedro Alvarado, que también ambicionaba señorío en el Perú.
Dos días luego de la partida de Maicavilca, como ya adelantáramos, los invasores dejaban Sarán. Hallaron a su paso ‐según la versión del soldado Mena‐ “destruídos los más de los pueblos y los caciques ausentados”. Cada dos leguas, casi invariablemente, encontraban un tambo, donde descansaban.
El camino era hermoso a no ser por las huellas de la guerra: “era la mayor parte ‐dice un testigo‐ tapiado de las dos partes y (con) árboles que hacían sombra”. Durante tres días ‐cuenta Xerez‐ no hallaron agua; apenas “una fuente pequeña de donde con trabajo se proveyó”. Cruzaron así el temido despoblado de Pavur y los tambos del tránsito los hallaban totalmente desprovistos. Al cabo, encontraron “una gran plaza cercada, en la cual no se halló gente”. Por los indios auxiliares se enteraron que estaban en tierra del curaca Copiz, quien a la sazón se hallaba en el interior. Esa tierra era Olmos.
Al hacerse la sed insoportable, decidieron proseguir la marcha. Al día siguiente toparon con otra fortaleza, donde si bien fueron recibidos sin hostilidad por indios de allí se presentaron no hallaron ningún tipo de mantenimiento.
Continuaron entonces el avance y tras recorrer dos leguas entraron en el pueblo de Motupe, que se ofreció hospitalario. Allí descansaron por espacio de cuatro días, sin ser molestados, no obstante estar el asiento bajo gobierno de un capitán atahuallpista.
Evidentemente Atahuallpa, despreciando a los invasores, había dado orden de no estorbarles la entrada, pensando que los apresaría fácilmente en Cajamarca. El curaca de Motupe, que era el mismo capitán atahuallpista, había marchado a Cajamarca a la cabeza de trescientos guerreros.
En Motupe tuvo lugar la adhesión de la nobleza Chimú a los invasores. Cajazinzin, señor de Moche, Virú, Chicama, Jequetepeque y Collique, que había favorecido a Huáscar en la guerra civil, llegó desde el sur, acompañado de varios curacas ofreciendo sus servicios a Pizarro.
En este caso, a diferencia de los anteriores, no pretendió Cajazinzin aprovechar la coyuntura para alzarse contra los Incas y recuperar su autonomía, sino que acató órdenes de emisarios enviados desde el Cuzco por Huáscar. 52
La crónica española relata que “por este motivo, lejos de resistir la entrada de los españoles, sirvió a éstos últimos con ánimo de que destruyesen a Atahuallpa, el cual venía devastando el territorio confinante con sus dominios”. Demás está describir el inmenso regocijo que causó a Pizarro la llegada de este nuevo y poderoso aliado.

XVIII. EN EL CUZCO Y CAJAMARCA SE MANIFIESTA MAYOR ATENCIÓN POR LOS INVASORES.
A medida que se acercaban los invasores a Cajamarca crecía la expectativa en el campo atahuallpista. El historiador Antonio de Herrera menciona que el Inca tenía entonces ya acordado “que no convenía que (aquellos) tomasen pie en tierra y trató de ello diversas veces en su consejo”. En las reuniones donde se celebraron los triunfos sobre Huáscar a orillas del Apurímac, hubo discusión también sobre cómo procederían ante los españoles. “Se trató de la forma que se había de tener en limpiar (la tierra) de aquellos hombres, y sobre ello hubo entre sus capitanes diferentes pareceres: Porque unos querían que fuese un capitán a ellos con ejército; otros decían que aunque los extranjeros no eran muchos, eran valientes, y la ferocidad de sus rostros y personas la terribilidad de sus armas, la ligereza y bravura de aquellos sus caballos pedían mayor fuerza”.
Estas opiniones eran las de los caudillos cercanos a Rumi Ñahui. Porque otros “estimando en poco estas razones, aconsejaban que no había para qué hacer tanto caso de aquellos hombres, pues que fácilmente podrían ser tomados para servirse de ellos, como esclavos yanaconas”.
Atahuallpa fue uno de los menos recelosos, “juzgando que más a su salvo podría hacer lo que pretendía de ellos mientras más adentro los tuviese en la tierra, que en la (zona) marina, pues que en sus navíos se podrían allí salvar”. Gracias a ello, los invasores prosiguieron la entrada sin tropiezos.
En el Cuzco entre tanto llegaban nuevos informes procedentes del norte. En la capital de los Incas crecía el rumor de que los invasores eran seres sobrenaturales, “justicieros Viracochas” que llegaban en socorro de Huáscar.
Titu Cusi Yupanqui, sobrino del Inca, escucharía las relaciones de los correos, quienes decían, de los españoles: “Sin duda no pueden ser menos que Viracochas, porque... vienen por el viento y es gente barbuda y muy hermosa, muy blancos, comen en platos de plata y las mismas ovejas (caballos) que los traen a cuesta, las cuales son grandes tienen zapatos de plata; hechan illapas (rayos) como el cielo. Mira tú si semejante gente, y que de esta manera se rige y gobierna, serán Viracochas. Y visto por nuestros ojos, hablar a solas con paños blancos y nombrar algunos de nosotros por nuestros nombres sin se lo decir nadie, no más de mirar el paño (papel) que tienen delante. Y más que es gente que no se les aparecen
sino las manos y la cara; y las tropas que traen son mejores que las tuyas, porque tienen oro y plata; y gente de esta manera y suerte ¿qué pueden ser sino Viracochas?”.
El estamento religioso, grupo de poder en el Cuzco, aceptó esa versión conforme relata Cieza: “tenían tal acontecimiento por milagro; creían que dios todopoderoso, a quien llaman Ticsi Viracocha, envió del cielo aquellos hijos suyos para que apoyasen a Huáscar Inca”.
Y hubo españoles que advirtieron la diversa impresión que causó entre atahuallpistas y huascaristas la presencia de los invasores: “el nombre de Viracocha nos pusieron sólo los vecinos del Cuzco y aficionados a Huáscar, porque en el campo de Atahuallpa... no los llamaban sino Zungasapa que quiere decir barbudos”.
Entre la gente común del Perú, la creencia en los Viracochas fue mayoritaria. Anota Juan José Vega que ese encanto no tenía otro origen que la mentalidad mágica de los nativos: “Estos, ignorantes de la existencia de otros continentes, no tenían más explicación que darse sino la de que los llegados habían salido de las aguas del océano. Eran, por tanto, los Viracochas de los cuales hablaban viejos mitos; esos mismos Viracochas que fugazmente aparecieron durante los últimos años del reinado de Huayna Cápac, sin que los indios supiesen jamás que se trataba apenas de los breves desembarcos españoles en playas septentrionales durante el segundo viaje de Francisco Pizarro”.

XIX. AVANCE DE LOS ESPAÑOLES HASTA ZAÑA, POR JAYANCA, TÚCUME, CINTO Y COLLIQUE.
Pasadas cuatro leguas adelante de Motupe hallaron los invasores el hermoso y fresco valle de Jayanca, donde fueron recibidos muy favorablemente por el curaca Caxusoli, que acababa de triunfar sobre los Tucumes del sur, un grupo Chimú que se opuso a la alianza con los invasores. Anota Cabello de Valboa “que en este valle descansaron los españoles algunos días, durante los cuales muchos principales y caciques de los valles (aledaños) acudieron a ellos a saludarles de paz y amistad”.
Mientras tanto partieron en vanguardia, con la guía y auxilio de buen número de señores Lambayeques y Chimúes, Hernando de Soto y Hernando Pizarro. Pasaron a nado el “furioso y grande río de“ La Leche, y dejando atrás los pequeños pueblos de Illimo, Tucume y Mochumi entraron en Cinto, ciudad que hallaron casi vacía, pues son moradores, atahuallpistas declarados, se habían escondido en los alrededores.
De inmediato, Soto envió correos a Jayanca noticiando lo que acontecía, y luego salío a explorar, logrando capturar a dos Cinteños a los cuales puso en tormento para averiguar las intenciones de sus paisanos: El capitán ‐dice Mena‐ los ”mandó atar a dos palos porque tuviesen temor; el uno dijo que no sabía de Atahuallpa, mas el otro (dijo que) hacía pocos días que había dejado con el Atahuallpa el cacique señor de aquel pueblo”.
Supo asimismo Soto que “Atahuallpa estaba en el llano de Cajamarca con mucha gente esperando a los cristianos, y muchos indios guardaban los malos pasos que había en la sierra”. En realidad esas avanzadas existían, pero no tenían orden de atacar a los invasores. Empero, Soto se alarmó mucho cuando los torturados le dijeron que los atahuallpistas “tenían por bandera la camisa que el gobernador había enviado a Atahuallpa”. Fuera de sí, pretendiendo conocer más detalles sobre el plan atahuallpista, Soto torturó con fuego a los dos cinteños, pero no pudo arrancarles otra confesión.
Temeroso de caer en una emboscada, el capitán español retornó a Jayanca, donde reveló a Pizarro lo averiguado. Este restó importancia a los alarmantes informes, pues no le convenía mostrar preocupación, ni ante Soto siquiera, y sin más dio orden de proseguir la entrada. Juan de Salcedo, “hombre de buen recaudo y ardid en la guerra”, marcharía en retaguardia. Para el cruce del río La Leche Pizarro ordenó “cortar árboles de la una y de la otra parte del río, con que la gente y fardaje pasase; y fueron hechos tres pontones, por donde en todo aquel día pasó la hueste, y los caballos a nado”.
En Motupe Pizarro fue recibido por un “indio principal”, huascarista que hasta entonces había permanecido “escondido por temor”. Dijo éste haber presenciado la cruenta manera como el ejército atahuallpista aplastó la resistencia lugareña, matando cuatro de los cinco mil habitantes que tenía, apresando también seiscientos mujeres y seiscientos mozos que devinieron siervos de los caudillos triunfantes. Pizarro renovó ante este nuevo aliado sus expresiones a favor de los incaicos del sur, Y prosiguió la marcha.
En Cinto se detuvieron por espacio de cuatro días. Conviene anotar que algunas crónicas señalan que Cinto no era nombre del pueblo, sino del caudillo atahuallpista que lo sometió, el mismo que había marchado a Cajamarca antes de la llegada de los invasores. Aquí Soto, empleando nuevamente sus salvajes métodos, logró averiguar “que Atahuallpa esperaba de guerra en tres partes, la una al pie de la sierra, y la otra en Cajamarca, con mucha soberbia, diciendo que ha(bía) de matar a los cristianos”.
Pizarro empezó a preocuparse, más considerando que Maicavilca había incumplido su promesa de volver. Aunque no lo hizo público, temió ser sorprendido por los caudillos nordistas, consciente de que no había logrado engañar a Maicavilca con sus fingidas muestras de amistad. Esa preocupación le llevó a solicitar a un jefe tallán, Guachapuro según anota Trujillo, que le sirviera como espía en el campo de Atahuallpa. El noble costeño no se atrevió a aceptar tan arriesgada tarea, pero se ofreció para ir como embajador. Según refiere Xerez, habría respondido: “No osaré ir por espía; más iré por tu mensajero a hablar con Atahuallpa y sabré si hay gente de guerra en la sierra y el propósito que tiene Atahuallpa”. Hubo de comprenderlo Pizarro, recomendando al tallán que le informase apenas le fuera posible y con chasquis, de todo lo que viese en su marcha hacia Cajamarca. Y luego, consetudinariamente farsante, encargó que le dijera a Atahuallpa “que él sería su amigo y hermano, y lo favorecería y ayudaría en la guerra”. Finalmente, envió como regalos al Inca “una copa de Venecia, y Borceguís, y camisas de Holanda, y cuentas, (y) margaritas”, según anota Diego de Trujillo.
Tras la partida de Guachapuro, Pizarro prosiguió el avance hasta el cercano pueblo de Collique. Una embajada atahuallpista le hizo aquí un buen recibimiento, ocultando su verdadero interés cual era el de espiar: “En el valle de Collique” ‐refiere Cieza‐ “hallaron cuatro orejones, criados de Atahuallpa, (quienes) quisieron aguardar a los cristianos para verlos, y así aparecieron delante de Pizarro sin ningún pavor... Dijeron que ellos eran criados de Atahuallpa y que estaban allí recogiendo los tributos a él debidos... Su virtud mas era cautela, aunque no andaban por más que ver y oler lo que había, para con brevedad subir a dar aviso a Atahuallpa, su señor”.
Breve fue la estadía de los invasores en Collique. Prosiguiendo la entrada, tras cruzar los ríos Lambayeque y Reque “en balsas de calabazos los que no sabían nadar, y las sillas e los caballos y hatos que había”, tomando dirección sur este llegaron a Zaña, “población grande y de mucha comida y ropa de la tierra, que había silos llenos de ella”.
Hernando Pizarro llamó La Ramada a este pueblo, donde “visto que no volvía el mensajero de Atahuallpa” ‐según él mismo refiere‐, “quiso informarse de algunos indios que habían venido de Cajamarca; y atormentáronse, y dijeron que habían oído que Atahuallpa esperaba al gobernador en la sierra para darle guerra”.
Se alarmó el jefe de los cristianos y puso a su tropa en formación de combate, enviando partidas de exploradores a los alrededores. No se halló ninguna tropa amenazante, pero la hueste invasora empezó a inquietarse. Temerosos de caer en una celada atahuallpista muchos cristianos opinaron que era mejor seguir por la “costa porque por el otro camino había una mala sierra de pasar antes de llegar a Cajamarca, y en ella había gente de guerra de Atahuallpa”. Sus voces, empero, fueron acallados por los jefes de la expedición, que estaban dispuestos a enfrentarse de una vez con Atahuallpa.

XX. EL CAMINO DE LA SIERRA. FATAL CONFIANZA DE ATAHUALLPA. LAS MATANZAS DEL CUZCO.
Antes de emprender el ascenso de la cordillera, Pizarro creyó oportuno conceder un descanso a sus tropas “y al pie de la sierra reposaron un día”. Hubo junta de capitanes y personas experimentadas, con quienes Pizarro fue preparando el plan de guerra. A la mañana siguiente ‐8 de noviembre según dato de Juan José Vega‐ Pizarro pasó revista a sus huestes y a los indios auxiliares. “Luego dejando a la mano derecha al camino que había traído, porque aquel va siguiendo por aquellos valles a Chincha, y este otro va a Cajamarca derecho”, inició la ascensión de la cordillera “por una sierra pelada de muy malos pasos”. En retaguardia marchaban cincuenta españoles, veinte de ellos jinetes, al cuidado del fardaje que conducían los auxiliares nativos. Adelante iban cuarenta jinetes y sesenta peones, encabezados por los Pizarro y Soto. Salcedo recibió órdenes precisas de ir “muy concertadamente” y se movería sólo tras recibir autorización de Pizarro. Tan dificultoso se presentaba el camino que “los caballeros llevaban sus caballos de diestro”. Y no tardó en declararse el miedo entre los invasores.
“Algunos de los cristianos ‐cuenta Cieza‐ como comenzaron a subir a la sierra, murmuraban de Pizarro porque con tan poca gente iba a meterse en las manos de los enemigos; que mejor hubiera sido aguardar en los llanos, que no andar por sierras, donde los caballos valen poco”.
Pizarro acalló esas quejas diciendo que ya era tarde para retroceder. Intuía el hábil caudillo que Atahuallpa no los estorbaría sino hasta llegar a Cajamarca. Así se lo habían comunicado espías tallanes infiltrados en el campamento incaico.
De habérselo propuesto, Atahuallpa hubiese destrozado fácilmente a la hueste invasora en esa sierra, de ello dejaron testimonio varios de los cristianos. Hernando Pizarro, que iba por capitán general, relataría que “el camino era tan malo que de veras si... nos espera(ran)... muy ligeramente nos llevaran, porque aun del diestro no podíamos llevar los caballos por los caminos, y fuera del camino ni caballos ni peones. Y en esta sierra hasta llegar a Cajamarca hay veinte leguas”.
Estete, testigo del suceso, diría “que si Atahuallpa se previniera de tener allí gente, fuera excusado pasar adelante... (pero) teniéndonos en muy poco... dio lugar
y consintió que pasásemos por aquel paso, y por otros muchos tan malos como él; porque... su intención era vernos... y después de holgarse con nosotros tomarnos los caballos y las cosas que a él más le placían y sacrificar a los demás”. Otro de los Pizarro, Pedro, señala que tras escuchar los informes de Maicavilca Atahuallpa se despreocupó mucho “porque si nos tuviera en algo enviara gente a la subida de la sierra, que es una cuesta de más de tres leguas, muy agria, donde hay muchos pasos malos y no sabidos por los españoles. Con la tercera parte de la gente que tenía, mataran a todos los españoles que subieran a lo menos la mayor parte, y los que escaparan volvieran huyendo y en el camino fueran muertos... al subir esta sierra no faltó temor harto, temiendo hubiese alguna gente emboscada que nos tomase de sobresalto”.
En verdad Atahuallpa estaba asombrado de la audacia de los invasores. Pese a lo cual persistió tercamente en menos preciarlos. Menciona Sarmiento de Gamboa que por entonces hubo otro consejo en Cajamarca, llegándose a la conclusión de que los invasores no “eran dioses”. Luego, continúa el autor de ʺHistoria Índicaʺ, Atahuallpa “aderezó su gente de guerra contra los españoles”.
El dato también figura en la Crónica de Cieza: en Cajamarca “se decía cómo aquellos barbados haraganes... por no servir, andaban de tierra en tierra comiendo y robando lo que hallaban”. El Inca finalmente aceptaba la guerra a los españoles, pero antes de liquidarlos ‐tarea fácil pensaba‐ había decidido “prender al gobernador” en Cajamarca, donde le prepararía una trampa. Asimismo tenía previsto “tomar los caballos y yeguas que era la mejor que le pareció para hacer casta”.
Encerrándolos en Cajamarca, tal era el plan del Inca, los cristianos serían sacrificados al Sol. “Pensaba tomarnos a manos”, relata Juan Ruiz de Arce. Y había hasta pensado en perdonar a algunos, “para castrarlos (y ponerlos al) servicio de su casa y guarda de sus mujeres”. Para Atahuallpa, en esas horas decisivas, el éxito de su proyecto dependía de que los invasores entrasen a Cajamarca; allí ‐creía‐ no hallarían escapatoria. Lejos estaba de sospechar que esa trampa se volvería contra él y los suyos.
Tras mediodía de subida, los invasores llegaron hasta una fortaleza situada “encima de una sierra en un mal paso”, según referencia de Xerez, donde descansaron y comieron. Padecían ya el cambio de clima y la altura afectaba principalmente a los caballos, “pues algunos de ellos se resfriaron”.
Prosiguiendo el ascenso, al llegar la noche del primer día, encontraron un pueblo (¿Tingues?), donde había “una casa fuerte, cercada de piedra y labrada de cantería, tan ancha la cerca como cualquier fortaleza de España, con sus puertas”. Cómodamente durmieron allí los invasores y parte de su contingente aliado.
No habiendo encontrado contratiempo en la marcha, Pizarro envió mensajero ante Salcedo, el jefe de su retaguardia, ordenándole venir en su seguimiento. Poca gente hallaron en ese pueblo; apenas mujeres y ancianos. Se apresaron a dos de éstos que sometidos a tormento confesaron que desde varios días antes Atahuallpa ocupaba Cajamarca pero que ignoraba sus intenciones respecto a los cristianos, aunque “habían oído que quería paz”. A todas luces mentían, porque ese pueblo era totalmente adicto a Atahuallpa, razón por la cual sus hombres habían marchado ante el Inca, antes de la entrada de los cristianos.
Esa noche llegó a la tienda de Pizarro un correo de Guachapuro, el embajador tallán que Pizarro destacó ante Atahuallpa. Informaba “que en el camino no había hallado gente de guerra”. Al siguiente día, antes de reemprender la marcha, Pizarro envió mensajero al jefe de su retaguardia, dándole a saber “que caminaría pequeña jornada por esperarle, y de allí caminaría toda la gente junta”. Esa pequeña jornada llevó a los invasores hasta un llano cercano a unos arroyos de agua. Plantaron allí campamento, a la espera de los de Salcedo. al parecer, estaban en Nancho.
Abrigándose bajo sus toldos de algodón y haciendo fuego, combatieron el intenso frío de la cordillera. La tierra, cuenta un testigo, se presentaba “rasa de monte, toda llena de una yerba como esparto corto... y las aguas eran tan frías, que no se podían beber sin calentarla”. A un mismo tiempo, llegaron al campamento español los de retaguardia y una embajada de Atahuallpa. Pizarro recibió con gran beneplácito a esta última, más aún cuando vio que traían como regalo diez hermosos auquénidos: con ellos se saciaría el hambre de la hueste. Se le preguntó cuándo se presentaría ante el Inca, a lo cual respondió “que él iría lo más pronto que pudiese, pues deseaba abrazar cuanto antes a su hermano”.
Almorzaron juntos los embajadores atahuallpistas y los capitanes españoles, girando la conversación en torno a los últimos sucesos políticos acaecidos en el sur. Justificaron los de Atahuallpa la lucha de su caudillo y dijeron que el Cuzco había caído ya en poder de sus tropas, tras los combates decisivos librados a orillas del Apurímac. Conforme relata Hernando Pizarro, esos emisarios señalaron que toda la tierra estaba por Atahuallpa y que Huáscar era prisionero. Efectivamente, por esos días tenían lugar en el Cuzco las terribles matanzas de la facción huascarista.
El informe no dejó de alarmar a Pizarro, que quiso dudar de la veracidad de los embajadores. Suponía que querían únicamente atemorizarlo. Por ello, recuperándose un tanto, respondió cínicamente que se alegraba del triunfo de Atahuallpa y que esperaba hacer él alianza, pero que si no lo quería ‐he aquí la muestra del temor pizarrista‐ preparado estaba para hacerle la guerra. A Pizarro de ninguna manera le convenía mostrarse temeroso; de allí la inesperada bravata. Refiere Xerez, asistente al hecho, que los embajadores atahuallpistas, tras escuchar la amenaza de Pizarro, quedaron como atónitos. No era para menos. El jefe cristiano que hasta entonces se mostrara como posible amigo ahora descubría, tal vez en un rapto impensado, sus verdaderas intenciones. Era ello consecuencia de las noticias de que Huáscar estaba prisionero. Así pues, los embajadores, sin contestarle, manifestaron luego su deseo de regresar a Cajamarca y se despidieron.

XXI. REAPARICIÓN DE MAICAVILCA. QUEJAS DE GUACHAPURO. LOS INVASORES A LAS PUERTAS DE CAJAMARCA.
Todo el día siguiente, ininterrumpidamente, avanzó la hueste invasora, para detenerse recién al caer al caer la noche, al llegar a unos pueblos que “cerca de allí en un valle (se) halló”: Estaban en Pallaques, donde pernoctaron.
Gran sorpresa causó a la mañana siguiente la reaparición de Maicavilca en el campamento español. Su comitiva conducía esta vez diez ovejas, “para sustento de los cristianos”. Mostró nuevamente el orejón su atrevida desenvoltura: “parecía hombre vivo, relataría Xerez”.
Pronunció Maicavilca grandes loas para Atahuallpa y su victorioso ejército. No quiso ser menos que Pizarro en cuestión de bravatas. aunque luego le dijo “que Atahuallpa le recibiría de paz y... por amigo y hermano”. Ofreció a continuación un brindis a los capitanes españoles y todos bebieron chicha en vasos de oro fino que también trajo el noble incaico. Después anunció que seguiría desde allí con los cristianos, hasta llegar a Cajamarca. No objetó Pizarro esa decisión y continuaron la marcha.
Poco después llegaron a un pueblo donde vieron “unos aposentos del Inca”, decidiendo descansar allí un día. A dicho asiento llegó en ese lapso Guachapuro, el embajador tallán de Pizarro. Su presencia vino a agitar la relativa tranquilidad del campamento. Acusó el costeño a Maicavilca de ser desleal y de estar conduciendo a los cristianos hacia una trampa, porque a las afueras de Cajamarca les esperaba gente de guerra de Atahuallpa. Intentó incluso golpear al orejón, como queriendo dar más fuerza a su denuncia.
La actitud de Guachapuro era consecuencia del resintimiento que abrigaba por haber sido despreciado en Cajamarca, donde Atahuallpa, por más que se anunció como embajador de Pizarro, no se dignó recibirlo. El tallán no quiso que sus aliados lo tuvieran por incompetente y por eso informó haberse entrevistado con un funcionarios incaico de menos jerarquía.
En verdad lo que quiso hacer Guachapuro en Cajamarca fue meter miedo a los incaicos: “Le(s) dije que los españoles son valiente hombres y muy guerreros; que traen caballos que corren como el viento, y (que) los que 63
van en ellos llevan unas lanzas largas y con ellas matan a cuantos hallan, porque luego en dos saltos los alcanzan, y (que) los caballos con los pies y boca matan muchos. Los cristianos que andan a pie, dijo, son muy sueltos, y traen en un brazo una rodela de madera con que se defienden y jubones fuertes colchados de algodón y unas espadas muy agudas que cortan por ambas partes de golpe un hombre por medio, y a una oveja llevan la cabeza, y con ella cortan todas las armas que los indios tienen; y otros traen ballestas que tiran de lejos, que de cada saetada matan un hombre, y tiros de pólvora que tiran pelotas de fuego, que matan mucha gente”.
Este poderío bélico de los españoles, descrito sin exageración por Guachapuro, nada impresionó a los incrédulos atahuallpistas. Basados en los informes de sus espías, siguieron creyendo que los cristianos eran pocos “y que los caballos no traían lanzas”; de los negros y aliados nativos (guatemalas, nicaraguas, tallanes, cañaris, lambayeques, chimúes, etc.), contingente que sumaba millares de hombres, ni siquiera se habló. Guachapuro fue objeto de burlas y hasta quisieron agredirlo por haberse unido a los invasores.
De todo eso dio cuenta el tallán ante la presencia de Maicavilca, en ese pueblo que acaso fue el que hoy llamamos San Pablo. Lleno de rencor, Guachapuro dijo a Pizarro: “Tengo razón de matar a éste (Maicavilca), porque siendo un llevador de Atahuallpa, como llevan dicho que es, habla contigo y come en tu mesa, y a mí, que soy hombre principal, no me quisieron dejar hablar con Atahuallpa ni darme de comer, y con buenas razones me defendí que no me mataran”. El tallán estuvo ciertamente a punto de ser muerto en Cajamarca y sólo salvó diciendo que si eso ocurría igual suerte correrían los embajadores atahuallpistas en el campo español.
Pizarro zanjó rápidamente esa disputa, calmando los ánimos. No le convenía apoyar al tallán, su aliado, y fingió disgustarse con él para agradar al orejón. Maicavilca entendió bien esa farsa. Luego explicó a Pizarro que el pueblo de Cajamarca había sido desocupado precisamente para dar cómodo alojamiento a los cristianos y que Atahuallpa, a la cabeza de sus guerreros, acampaba en las afueras “porque así lo tenía de costumbre desde que comenzó la guerra... asegurando que... estaba esperando de paz”. A todas luces, Maicavilca no quería que fracasase su tarea de conducir a los invasores a la trampa de Cajamarca. Al día siguiente se reanudó la marcha. Caminaron hasta llegar al llano de Zavana (¿Chetilla?), donde acamparon sabedores de que se hallaban a medio día de Cajamarca. Poco después, nuevos embajadores de Atahuallpa, portadores de comida, los visitaban. La noche se pasó en ese lugar.
Al amanecer Pizarro tenía a su hueste formada en orden de combate. Los temores crecían y ‐cuenta Xerez‐ “el gobernador puso (a su gente) en concierto para la entrada en el pueblo e hizo tres haces de los españoles de a pie y a caballo”. Antes de proseguir la marcha, envió emisarios indios ante Atahuallpa, anunciando su llegada. El Inca, a la sazón, “estaba en una casa de recreo” (baños de Cunoc), cercana a su campamento, apostado a orillas del río Grande o de Cajamarca. Allí recibía continuos chasquis enviados desde la ciudad por el curaca Carbacongo. Refiere Pedro Pizarro que distaban media legua los baños del lugar donde se habían instalado las tropas incaicas conformadas ‐dice‐ “por más de cuarenta mil indios”.

XXII. LOS APRESTOS DE LA VÍSPERA. EL TEMOR DE LOS INVASORES. ENTRADA DE ÉSTOS A CAJAMARCA.
Antes de emprender la jornada final, los invasores asistieron a una misa de campo. Valverde confesó y comulgó allí a la mayoría de los españoles que, fanáticos cristianos, querían asistir al combate decisivo limpios de pecados, pues tal vez en él morirían.
Con gran cautela y creciente temor, se cubrió el último tramo. Finalmente, cuenta Cristóbal de Mena, “antes de la hora de vísperas llegamos a la vista del pueblo que e(ra) muy grande; y hallamos pastores del real de Atahuallpa y vimos abajo del pueblo, a cerca de una legua, una casa cercada de árboles: Allí era el real donde Atahuallpa nos estaba esperando. Era un jueves en la tarde, que se contaron (quince) días del mes de” (noviembre) añade Estete. Y la Relación a la reina de Hungría menciona que “después de andadas 30 jornadas, llegaron a un valle donde está un pueblo que se dice Cajamarca, cerca del cual, en una casa de placer, (se) hall(aba) el cacique Atahuallpa con 30,000 hombres de guerra”.
Un español allí presente dejó escrito que “dicho real ocupaba más de legua y media de valle y eran tantas las tiendas que aparecían, que cierto nos puso harto espanto”.
Impresionado Juan Ruiz de Arce escribió que “parecía el real de los indios una muy hermosa ciudad, porque todos tenían sus tiendas”. En ellas, victoriosos, flameaban los estandartes incaicos atahuallpinos y las banderas tahuantinsuyanas.
Extasiados, los cristianos se habían detenido en el alto del valle, sin decidirse a continuar. Hasta allí acudió un orejón enviado por Atahuallpa para darles la “bienvenida” oficial “y significarle(s) que fuese(n) a alojarse a la ciudad de Cajamarca”. Tal se lee en la Relación Francesa, repitiéndose el dato en la crónica de Juan Ruiz de Arce:” Vino un mensajero de Atahuallpa a decirnos que nos aposentásemos en la plaza; que él no podía venir porque ayunaba aquel día”.
Pizarro no se hizo repetir la invitación. Nada ganaba quedándose allí, en la altura, y era bueno posesionarse de la ciudad, donde mejor se defendería de un probable ataque. Así que ordenó a su gente desfilar hacia Cajamarca. Cuenta Mena “que entró primero el señor Hernando Pizarro con alguna gente”. 66
Granizaba mucho aquella tarde. Luego entraron los demás con “harto temor de los muchos indios que estaban en el real. Refiere un español que en aquel grave momento no esperaban otro socorro, sino el de Dios”.
En Cajamarca sólo encontraron unos cuatrocientos indios; gente “popular”, según Estete, aunque les salieron al paso también algunos guerreros, curiosos desbandados del campo atahuallpista, Herrera relata que en un extremo de la plaza vieron un grupo de mujeres que lloraban. Les impresionó el cuadro, más aún cuando los intérpretes dijeron que esa indias se lamentaron de la cólera que en Atahuallpa había motivado la presencia de los invasores que, según anunciaban, morirían todos con seguridad. Cuenta un cristiano que a grandes voces los llamaban locos por haberse atrevido a entrar en Cajamarca. Quienes más sintieron el efecto de ese recibimiento fueron los indios aliados, “que lloraban diciendo que presto los habían de matar los que estaban con Atahuallpa”.
No eran cobardes los españoles. Al contrario, algunos de sus caudillos descollaban por su valentía, aunque ésta era nacida de una ambición desmedida. Pero aquel día en Cajamarca según confesaría uno de los Pizarro, “muchos españoles se orinaban de puro temor”. En medio de la plaza, ”los de a caballo sin apearse hasta ver si Atahuallpa venía”, esperaron los invasores “mucho rato”. Mas, como acreciera la lluvia de granizo, “mandó el gobernador a los españoles que se aposentasen a los aposentos de esta plaza, y el capitán de artillería, con los tiros, en la fortaleza”. Esto último se hizo contra el parecer de los embajadores de Atahuallpa, que habían recomendado no entrar en la fortaleza. Pizarro no tuvo otra alternativa; sólo desde allí serían los suficientemente efectivos sus cañones en caso de un masivo ataque incaico. Ninguna esperanza se hacía el jefe cristiano en el aparente recibimiento pacífico. Sabía que Atahuallpa se preparaba a aniquilarlos. La cuestión era entonces adelantarse a esos planes.

XXIII. LOS PLANES DE PIZARRO. LA ENTREVISTA DE CUNOC. ÚLTIMAS DISPOSICIONES DE ATAHUALLPA.
Pizarro proyectó atacar, de noche y por sorpresa, en los baños de Cunoc. Era necesario espiar esa posición y encargó tal tarea a Hernando de Soto, que marcharía en calidad de embajador acompañado de veinte jinetes y doscientos auxiliares indios. Por si Cunoc resultara difícil de tomar, Soto quedó facultado para invitar al Inca a una reunión con Pizarro. Este era el segundo plan: tender una celada a Atahuallpa, capturándolo a traición. Preso el Inca ‐sabía bien Pizarro‐ sus guerreros no se atreverían a atacarlos.
Con gran temor entró Soto a Cunoc y fue conducido hasta la tienda imperial. Atahuallpa no se dignó recibirlo; al contrario, quiso demostrarle el mayor menosprecio. Los invasores, suponía Atahuallpa, habían caído en la trampa y ya no era necesario fingirles amistad. El pobre Soto hizo larga espera antes de ser admitido a presencia del Inca que, orgulloso no contestó su solemne saludo ni le dirigió palabra alguna. Rodeado de mujeres y eunucos ‐refiere Juan José Vega‐ “así como de altos cortesanos, Atahuallpa continuó mostrando mucha gravedad, pese a la fingida humildad de Soto... Mucho era su linaje para hablar directamente con tan poca cosa”.
La tardanza de Soto preocupó a los españoles en Cajamarca. Hernando Pizarro, el más inquieto, consiguió entonces permiso para marchar a Cunoc. Llegó a la tienda del Inca cuando Soto se aprestaba a dejarla, y de inmediato, soberbio como era, se presentó como hermano del jefe de los cristianos. Avisado de su calidad, Atahuallpa recibió los saludos de Hernando y le contestó burlonamente refiriéndole que Maicavilca los había calificado de flojos en cosas de guerra. Entrando en confianza, Hernando desmintió la versión de Maicavilca y ofreció sus soldados para cualquier empresa que Atahuallpa tuviese a bien ordenar. Fue tan vehemente en querer demostrar el arrojo de los cristianos que Atahuallpa ‐según relata el propio Hernando‐ “sonrióse como hombre que no nos tenía en tanto”. Otros testigos dicen que hasta se burló de la bravuconada del español; ignoraba el poderío del acero y de la pólvora, y desconocía el poder de la caballería.
Luego, Atahuallpa ofreció un brindis, que Hernando y Soto aceptaron mal de su grado, temiendo ser envenenados. Soto reconoció que sería suicida
atacar allí y entonces, cumpliendo lo encargado por Francisco Pizarro, propuso al Inca una reunión en Cajamarca. Variando bruscamente su tono, nuevamente amenazador, Atahuallpa en vez de contestar esa propuesta increpó a los españoles su conducta en la costa, que había conocido en detalle gracias a su servicio de espionaje. Nada pudieron replicar los cristianos cuando se les recordó su bárbara conducta en Puná y Tumbes, la matanza de indios nobles en La Chira, y la masacre de Caxas. Temieron lo peor Soto y Hernando, pero el Inca, mostrándose repentinamente amable, les dijo que aceptaba reunirse con Pizarro y que acudiría al siguiente día a Cajamarca.
Asegurada la concurrencia de Atahuallpa, los cristianos se despidieron y salieron a todo galope de Cunoc. Tal la famosa entrevista, a la que las versiones españolas agregaron algunos detalles poco probables de haber ocurrido, como que Soto caracoleó su corcel cerca del trono del Inca. El miedo que le produjo la decidida actitud de Atahuallpa no permitiría tal bravata.
Atahuallpa confiaba en que pronto pondrían fin a la aventura de los invasores. Por ello, no bien terminada la entrevista, impartió una orden fatal: “Aquella misma noche despachó veinte mil indios con un capitán suyo que se llamaba Rumi Ñahui, con muchas sogas, que tomasen las espaldas a los españoles, y secretamente estuviesen para cuando huyesen de ellos y los atasen, creyendo que al otro día, vista la mucha gente que llevaría, todos se habrían de huir”.
En vano intentó Rumi Ñahui que se revocase tal orden, y se escandalizó en extremo cuando Atahuallpa anunció que iría a ver a los cristianos sin acompañamiento de guerreros; pero finalmente hubo de obedecer, dejando constancia de que no lo hacía a su agrado. Así, pues, el ejército atahuallpista tomó posiciones en las afueras de la ciudad, sobre el camino de la costa. Para colmo, ordenó Atahuallpa que las armas quedaran en el campamento; bastarían ‐según él‐ los ayllus (boleadoras) para coger a los invasores. Ciega fue la confianza del Inca; y fatal.
Nadie durmió aquella noche en el campo español. Pizarro ultimaba los detalles de su plan, mientras sus soldados, impacientes, alistaban sus armas. También preparaban las suyas los numerosos indios aliados. Hernando Pizarro pasó aquellas horas a la cabeza de los centinelas.

XXIV. LA TRAGEDIA. PRISIÓN DE ATAHUALLPA, GENOCIDIO EN CAJAMARCA Y RETIRADA DE RUMI ÑAHUI.
Amaneció así el 16 de noviembre de 1532. Atahuallpa, contra lo prometido, tardaba en comparecer. Dice Porras que entonces “acreció con la inquietud el fervor religioso de los cristianos. Los soldados, muchos de los cuales habían pasado la noche en oración, instigados por los frailes que acompañaban al ejército, se aplicaron recias disciplinarias hasta hacerse sangrar, para conjurar en su auxilio el favor del cielo”.
Pizarro no dejaba de animarlos; ordenándoles que “sin alboroto se armasen y tuviesen sus caballos ensillados y a punto”. Luego, hizo que los diversos cuerpos de su ejército tomasen posiciones de combate: “mandó al capitán de artillería que tuviese los tiros asentados hacia el campo de Atahuallpa y cuando viese que convenía, que les pusiese fuego. Y en las calles que entran a la plaza mandó estar gente de a pie, porque si hubiese celada por las espaldas estuviese todo prevenido y hallasen resistencia en la entrada, y que éstos estuviesen secretos sin que fuesen vistos. Y con su persona tomó el gobernador veinte hombres de a pie, y con ellos estuvo en su aposento, porque éstos tuviesen cargo con él de prender la persona de Atahuallpa; ... y mandó que fuese tomado a vida, y a todos los demás mandó que no saliesen alguno de su posada, aunque viesen entrar los contrarios en la plaza. Y dijo que él tenía atalaya para que viendo que venían avisaran cuando oyesen decir ¡Santiago!” Los roles protagónicos de la celada les fueron conferidos al padre Valverde y al intérprete Felipillo. Ellos se encargarían de salir al encuentro del Inca.
Durante toda la mañana, del campo de Atahuallpa apenas salieron partidas de exploradores. El Inca parecía ajeno a lo que estaba ocurriendo. Preguntó a Pizarro, vía sus embajadores, si debería o no concurrir armado. Dice Cieza que a esas horas Atahuallpa “estaba muy orgulloso (porque) parecíale que por ninguna manera podría suceder cosa que bastase a estorbar el que no matase o prendiese a los cristianos”.
Recién ya entrada la tarde el atalaya español de la fortaleza de Cajamarca anunció que se ponía en marcha el cortejo imperial, y le faltaron palabras para describir el espectáculo que contemplaba. Miles de personas desfilaban acompañando al Inca: “Había de todo. Nobles, cortesanos, favoritas, eunucos, curacas y todavía buena parte de su ejército. Iba también mucho pueblo atraído de todos los alrededores por la rara fama de los extraños visitantes. Alguien comparó el séquito con el del gran Turco”. Sorpresivamente, a poco de iniciada la marcha, el cortejo se detuvo. Inmenso pánico causó este hecho a la gente de Pizarro y hasta se pensó en salir a combatir, creyéndose frustrada la celada. Entonces, “viendo el gobernador que el sol se quería poner y Atahuallpa no se había movido de donde había reparado”, pidió un voluntario que fuese rogar al Inca cumpliese su promesa. El temerario Hernando de Aldana aceptó la comisión y llegando a la tienda de Atahuallpa “le hizo su acatamiento y por señas le dijo que caminase y fuese donde el gobernador estaba”. No recibió respuesta alguna y aterrorizado al verse rodeado de tantos indios hostiles “a paso largo volvió donde estaba Pizarro”, en medio de la burla de los incaicos.
Lo sucedido con Aldana hizo vacilar a mucha gente. Refieren las crónicas “que a algunos hasta se les soltaba el vientre de ver tan cercana tantos indios. Los espías de Atahuallpa remitían entretanto informes señalando que los españoles estaban todos metidos en un galpón, llenos de miedo, y ninguno aparecía por la plaza”. Lleno de confianza, Atahuallpa ordenó entonces entrar en la ciudad.
Dejemos a Oviedo el relato de esta impresionante marcha: “La delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza, y venía delante un escuadrón de indios vestidos de una librea de colores hecha como escaques. Estos venían quitando las pajas del suelo, y barriendo y limpiando el camino, y poniendo en él mantas. Tras éstos venían otros tres escuadrones vestidos de otra manera, todos cantando y bailando; y luego venían otros escuadrones de mucha gente con armaduras y patenas y coronas de oro y plata. Entre éstos de estas armaduras venía Atahuallpa en una litera todo aforrado, de dentro y de fuera, de plumas de papagayos de muchos colores, tan bien asentada la pluma que parecía que allí había nacido, y guarnecida toda la litera de chapas de oro y plata, la cual traían muchos indios... en literas y hamacas venían otras personas principales; y tras estas literas, mucha gente, toda puesta en concierto y por su escuadras, con coronas de oro y plata en las cabezas”.
Un grupo de doce o quince incaicos, según vio Hernando Pizarro, subió entonces a una pequeña fortaleza situada en la entrada de la ciudad “y tomáronla a manera de posesión con una bandera puesta en la lanza”. Pizarro juzgó ese gesto como revelador de hostilidad y renovó las órdenes a su gente.
Tuvo especial cuidado en recordar al griego Pedro de Candia, jefe de artillería, que “en haciéndole una señal desde el galpón... soltase el tiro y tocasen las trompetas”. Dice Mena que dicha artillería la formaban “ocho o nueve escopeteros y cuatro tiros..., brezos pequeños”. Habría de tener rol preponderante en el ataque.
Llegado Atahuallpa a la plaza se sorprendió de no ver a cristiano alguno. Preguntó entonces: “¿Qué es de esto bárbaros? ¿ya están todos escondidos que no aparece ninguno?”. Y sus más cercanos cortesanos le respondieron: “Señor, están escondidos de miedo”.
Pizarro, que observaba la escena desde su escondite, hizo entonces señal a Valverde para que saliera a cumplir su cometido. Acompañado de un intérprete, y de Hernando de Aldana, según Pedro Pizarro, acudió el fraile a presencia del Inca y le dijo: “Atahuallpa, el gobernador te está esperando y te ruega que vayas, porque no cenará sin ti”.
A lo que él respondió: “Habéisme robado la tierra por donde habéis venido y ahora estáme esperando para cenar. No he de pasar de aquí si no me traéis todo el oro y la plata y esclavos y ropa que traéis y tenéis, y no lo trayendo téngoos que matar a todos”. Luego “les dijo que se fuesen para bellacos y ladrones”. No sólo rechazaba la invitación de Pizarro sino que anunciaba que haría todo lo que le viniese en voluntad. Actuaba, pues, como el señor de uno de los más grandes imperios del mundo. Pese a ello, insistió Valverde. Ahora, moviendo constantemente la biblia que portaba, notificó al Inca el Requerimiento: “le comenzó a decir cosas de la sagrada escritura” ‐relata Estete‐ “y que Nuestro Señor Jesucristo mandaba que entre los suyos no hubiese guerra sino paz y que él en su nombre así se lo pedía y requería”.
Con el rostro congestionado por la ira, Atahuallpa oyó hablar a Valverde de un poderoso emperador y de un desconocido dios a los cuales debía someter su persona y su imperio. Entonces le quitó el libro que tanto agitaba y lo arrojó con furia por los suelos. Y, antes de que el fraile se repusiera de su asombro, ya de pie en las andas gritó el Inca: “¡Ea, Ea, que no escape ninguno!” Esta orden, contestada por la multitud con un estentóreo “¡Ho, Inca!”, que significaba aprobación, volvió a Valverde a la realidad y lleno de miedo, alzándose la sotana para correr mejor, huyó en dirección a Pizarro gritándole, fuera de sí: “¡No véis lo que pasa! ¿Para qué estáis en comedimientos y requerimiento con este perro lleno de soberbia... ¡Salid, que yo os absuelvo!”. Entonces Pizarro agitó una toalla. Era la señal convenida con Candia. De inmediato, el griego soltó el tiro, “y en sotándole tocaron las trompetas y salieron los de a caballo en tropel y el marqués con los de pie”.
Empezó entonces para los nativos una inesperada tragedia. Yacovilca, espía huascarista infiltrado en Cajamarca, vio cómo “los dichos españoles arremetieron con gran furia al dicho Atahuallpa y a los capitanes que con él estaban”. Al grito de ¡Santiago y a ellos!, cargó la caballería mientras tronaban los cañones y se disparaban unos veinte arcabuces y mosquetes. Se soltó a todos los perros feroces. Mientras tanto una lluvia de penetrantes saetas barrían el campo. Los jinetes cargaron reciamente tajando, acuchillando y masacrando sin tregua a esa muchedumbre desconcertada.
Sorprendidos, los miles de indios no atinaron a defenderse además, no tenían armas para hacerlo‐ huyendo en el más indescriptible desorden. Así lo refiere Pedro Pizarro: “Con el estruendo del tiro y las trompetas y tropel de los caballos, con los cascabeles, los indios se embarazaron y se cortaron. Los españoles dieron en ellos y empezaron a matar, y fue tanto el miedo de los indios que por huir, no pudieron salir por la puerta, derribando un lienzo de una pared de la cerca de la plaza, de largo de más de dos mil pasos y de alto de más de estado. Los de a caballo fueron en su seguimiento hasta los baños, donde hicieron más estrago, e hicieran más si no anocheciera. Xerez anota por su parte: En todo esto no alzó el indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que tuvieron de ver al gobernador entre ellos y soltar de improviso la caballería y entrar los caballos al tropel, como era cosa que nunca habían visto, que con gran turbación procuraban más huir por salvar las vidas que hacer guerra”.
Pero alrededor de las andas del Inca hubo heroísmo. Atahuallpa que debió comprender en esos trágicos momentos cuan grave había sido su error de no llevar consigo a sus guerreros, contemplaba con ojos de incredulidad a esa muchedumbre enloquecida. Unicamente se mantenía en su puesto la guardia personal del Inca, ofreciéndose en holocausto por defenderlo: “con grandes voces y alaridos... comenzaron los indios arremolinar al derredor del dicho Atahuallpa porque no le tomasen y los españoles no hacían sino herir y matar”, relata un testigo huascarista.
Mientras que Xerez dice: “todos los que traían las andas de Atahuallpa pareció ser hombres principales, los cuales todos murieron, y también los que venían en las literas y hamacas; y el de una litera que era su paje y señor a quien él mucho estimaba (el de Chincha); y los otros eran también señores de mucha gente y consejeros suyos; murió también el señor de Cajamarca. Otros capitanes murieron (en) gran número”.
Unánime fue la admiración de los cronistas por aquellos heroicos incaicos. Pero el sacrificio fue vano. Al cabo, Atahuallpa fue capturado: “El marqués fue a dar con las andas de Atahuallpa y el hermano (Hernando) con el señor de Chincha, al cual mataron allí en las andas; y lo mismo fuera de Atahuallpa si no se hallara el marqués allí, porque no podían derribarle de las andas, que aunque mataban los indios que las tenían, se metían luego otros de refresco a sustentarlas, y de esta manera estuvieron un gran rato forcejeando y matando indios y, de cansador, un español tiró una cuchillada para matarlo, y el marqués don Francisco Pizarro se le reparó, y de reparo le hirió en la mano... a cuya causa el marqués dio voces diciendo: ʺNadie hiere al indio so pena de la vidaʺ. Entendido esto, aguijaron siete a ocho españoles y asieron de un borde las andas, y haciendo fuerzas las trastornaron a un lado, y así fue preso el Atahuallpa”.
Dos horas, desde las cuatro de la tarde aproximadamente, duró la matanza, hasta que ‐dice Juan Ruiz de Arce‐ “Andando los de a caballo alanceando por la vega, siendo ya de noche, tocaron una trompeta (para) que nos recogiéramos al real”. No se sabe con precisión cuántos indios murieron en aquella espantosa carnicería. Tal vez fueron ocho mil, tasajeados por las espadas, pisoteados por los cascos de los caballos, asfixiados, acuchillados por los indios pro‐españoles y negros o destrozados por las mandíbulas de perros antropófagos. De lo que no cabe duda es que ese día se inició la historia del genocidio en el Perú.
En otro orden de cosas, sólo ese día, según la Relación Francesa, “el botín que entonces fue tomado (se) estim(ó) en cuarenta mil castellanos de oro y treinta mil marcos de plata y hubieran tenido más si no hubiera sido de noche”. Versiones de los soldados allí actuantes dan cifras distintas: Hernando citó cuarenta mil castellanos de oro y cinco mil marcos de plata; Xerez siete mil marcos de plata y catorce esmeraldas y Mena cincuenta mil pesos de oro.
El amanecer del 17 de noviembre de 1531 ofreció en Cajamarca un cuadro horripilante. Sobre un suelo tinto de sangre podía verse, inertes, multitud de cuerpos, y brazos, piernas y cabezas desprendidas de ellos. No había para los invasores enemigo a la vista.
Rumi Ñahui, a la cabeza del ejército que se estacionó en las afueras de la ciudad, marchaba ya camino a Quito, dolido de que Atahuallpa, desoyendo sus advertencias, hubiese caído en una trampa. Sin armas mayores, puesto que éstas quedaron en el campamento, y tras escuchar los increíbles relatos de los sobrevivientes de la masacre, entendió que hubiese sido suicida enfrentar a los españoles. Pero al retirarse, el bravo adalid atahuallpista hacía solemne promesa de hacerles la guerra, una vez que sus tropas se reoganizaran.

XXV. EL ASESINATO DE ATAHUALLPA.
Más de medio año permanecería el grueso del ejército invasor en Cajamarca. Durante ese tiempo llegó nuevo contingente de cristianos ávidos de riqueza, al mando de Diego de Almagro. Y Hernando Pizarro expedicionó sobre la costa, hasta Pachacámac, en busca de tesoros. Intentó Atahuallpa obtener su libertad ofreciendo un fabuloso rescate. Este fue aceptado por Francisco Pizarro y hasta Cajamarca, desde todos los rincones del Tahuantinsuyo, llegaron cargas de oro y plata como jamás imaginaron los invasores. También en ese tiempo murió Huáscar, ultimado por orden de Atahuallpa que supo de los afanes de su hermano por entenderse con los cristianos. Las tropas atahuallpistas, que aún dominaban las principales regiones del país (Cuzco, Jauja y Quito), permanecieron a la expectativa, como a la espera de una orden para iniciar la guerra contra los invasores. Bien entendió ello Pizarro y entonces, pretendiendo descabezar al movimiento incaico opositor, proyectó el asesinato de Atahuallpa, desconociendo la promesa de libertad que le hiciera al aceptar el rescate.
El 26 de julio de 1533 se consumó en la plaza de Cajamarca el indigno ajusticiamiento, hecho que marcaría un hito trascendental en nuestra historia: el fin de la Epoca de la Autonomía Andina y el inicio de Epoca de la Dependencia Externa del Perú.
Mucho se ha escrito sobre las particulares circunstancias bajo las cuales fue condenado a muerte el desventurado Inca. Por una parte, se ha querido justificar la sentencia como una medida política que Pizarro no pudo de ningún modo eludir. De la otra, se ha considerado el hecho como un asesinato premeditado, porque desde un principio tuvo Pizarro en su corazón condenado a muerte al Inca. El jefe de los invasores fue consciente de que la muerte de Atahuallpa sería necesaria para continuar la conquista y supo preparar sagazmente los artificios que le permitieron ʺlegalizarʺ lo que desde mucho tiempo antes había meditado.
Súbitamente se esparcieron por el campo de los cristianos alarmantes noticias acerca de una contraofensiva incaica que desde su prisión Atahuallpa habría preparado. Bastó ello para que Pizarro ordenara la apertura de un “proceso”, donde se acumularon una serie de acusaciones que quisieron ʺjustificarʺ la inevitable condena.
Tal como anota Juan José Vega, se discutió, al margen de la justicia, sobre daño o provecho de que siguiera con vida Atahuallpa. Principales autores intelectuales de la muerte del Inca fueron los llegados con Almagro, que tuvieron ínfima participación en el reparto; los codiciosos oficiales reales; el tenebroso fraile Valverde; los declarantes nativos pro‐españoles; los Hurin Cuzco deseosos de vengar la muerte de Huáscar y Felipillo, el joven intérprete obsesionado en poseer a una hermana de Atahuallpa.
Hernando Pizarro, que por conveniencia se mostrara muy amigo del Inca, había partido meses antes a España. Como presagiando su final, Atahuallpa lo despidió diciéndole: “Te vas, capitán, y lo siento, porque en faltando tú, ese tuerto (Almagro) y ese gordo (Riquelme) acabarán conmigo”. Hernando de Soto, otro favorecedor del Inca, fue asimismo alejado a tiempo por Pizarro, so pretexto de que era necesario efectuar un reconocimiento al interior. Además de los citados tuvo Atahuallpa otros varios defensores; Garcilaso dice que fueron más de cincuenta y Oviedo nombra a los doce principales.
Los más graves ʺcargosʺ que se levantaron contra el Inca fueron: usurpación del imperio, muerte de Huáscar y de centenares de cuzqueños, idolatría y conspiración contra España. Todos carecían de fundamento. ¿Con qué derecho podían los invasores juzgar sobre la realidad política del imperio que desconocían? Atahuallpa había buscado defender el orden Hanan del Tahuantinsuyo y por eso desató la guerra contra Huáscar y tuvo razones para reprimir sangrientamente a los miembros del corrupto clero solar cuzqueño. El tercero de los cargos fue hasta ridículo: varios testimonios españoles nos presentan a un Atahuallpa iconoclasta y está de más recordar lo lógico que resultaba su desconocimiento de la religión cristiana. Pero el último de los ʺcargosʺ fue hasta cierto punto real; es más, de haberlo sido en efecto, honra en mucho la memoria del que, en este caso, vendría a ser héroe de la resistencia incaica. Y creemos muy posible que Atahuallpa, creyendo próxima su libertad, preparara inteligentemente una tremenda reacción contra los invasores. Como jefe supremo del ejército incaico, desde su prisión habría impartido órdenes precisas a sus lugartenientes Chalco Chima, Apo Quisquis y Rumi Ñahui. Ellos tres sólo esperaban ver libre al Inca para caer con todo sobre los cristianos.
Un curaca cajamarquino fue el primero en denunciar el plan conspirativo: Hágote saber ‐dijo a Pizarro‐, que después que Atahuallpa fue preso, envió a Quito, su tierra, y por todas las otras provincias, a hacer junta de guerra para venir sobre los españoles a matarlos a todos. Tal versión consta en la crónica de Xerez, mientras que Pedro Sancho de la Hoz anota que muchos caciques... sin temor, tormento ni amenaza, voluntariamente dijeron y confesaron esta conjuración. Estete, otro testigo, confirma que todos a una dijeron que era verdad que él mandaba venir sobre nosotros para que le salvasen y nos matasen. A partir de esa delación la suerte del Inca estaba echada. Fue entonces encadenado del pescuezo, vejado y sometido a estrecha vigilancia. Relatan los testimonios cristianos que se comprobó la veracidad de los rumores: “Súpose que (los incaicos atahuallpistas) estaban en tierra muy agria y que se venían acercando”. Más tarde Hernando de Soto y Rodrigo Orgóñez dirían que no vieron tal peligro; pero es de suponer también que los conspiradores se ocultaran de los exploradores.
La causa, sentencia y ejecución, todo se efectuó el mismo día. La mayoría consideró de necesidad imperiosa sancionar la muerte del Inca, para asegurar el dominio del Perú y sus propias vidas. Protestaron algunos, que incluso solicitaron acudir a la justicia del emperador, pues dicha muerte sería en desdoro y mengua de la nación española manchando las hazañas de ellos mismos, porque se le había prometido la libertad en virtud de un valioso rescate. Pero se impuso el criterio de la soldadesca y, contra la moral y la justicia, Atahuallpa fue sentenciado a morir en la hoguera. Valverde dio su apoyo al veredicto y esto apaciguó la conciencia de muchos de los opositores, consumándose de este modo ‐dice el inglés Makham‐ uno de los más horrorosos crímenes que puede registrarse.
El Inca se resignó a su muerte, aunque luego de hacer solemne protesta. Su último deseo fue entrevistarse con algunos fidelísimos partidarios, en los cuales confió la orden de iniciar la guerra a muerte contra los invasores. Luego, aceptó ser bautizado, no porque quisiera hacerse cristiano sino porque entre los Incas era la hoguera una pena infamante y Pizarro le había prometido, si se “convertíaʺ, cambiársela por la de estrangulamiento. Recibió entonces el nombre de Francisco. Momentos después sus verdugos, esclavos moriscos, le quemaron los cabellos y luego lo ataron a un poste. Allí fue ultimado al anochecer. Como dice Mendiburu, “esperóse la noche para sustraer de la luz y envolver en las tinieblas la última escena de tan negra atrocidad”.
Su cadáver quedó expuesto hasta el día siguiente en que se le hicieron funerales pomposos. En medio de ellos, un espeluznante espectáculo se ofrecería a los ojos de los asesinos: estando en la iglesia cantando los oficios de defunción a Atahuallpa, presente al cuerpo ‐relata Estete‐ “llegaron ciertas señoras, hermanas y mujeres suyas, y otros privados con gran estruendo y dijeron que les hiciesen aquella huesa muy mayor, porque era costumbre cuando el gran señor moría que todos aquellos que bien lo querían se enterrasen vivos con él”. Trataron de impedir los cristianos tales suicidios, pero aquellos se fueron a sus aposentos y se ahorcaron todos ellos y ellas.
La muerte de Atahuallpa fue recibida con satisfacción por los incaicos huascaristas y por los ingenuos curacas locales que creían haber recuperado su autonomía. Sólo los incaicos Hanan pachacutinos comprendieron las funestas consecuencias del hecho; porque sólo ellos supieron enfrentarse a los invasores en este primer momento de la conquista.
Pizarro procedió luego a nombrar un monarca nativo que sirviera sus planes. Coronó así a Túpac Huallpa, un hijo secundario de Huayna Cápac, que se convirtió de esa manera en el primer gobernante dependiente de un poder extranjero en el Perú.
EPÍLOGO
Partidos los españoles para el Cuzco, el cadáver de Atahuallpa fue desenterrado y llevado a Quito por esforzados partidarios enviados por Rumi Ñahui. Antes de morir ‐según refiere Pedro Pizarro‐ el Inca había prometido que si no le quemaban volvería a este mundo. Nació entonces el Inkarrí, que aún espera el mundo andino.
En la clase popular el asesinato de Atahuallpa motivó unánime repulsa hacia los cristianos. Según testimonio del huarochirano Caroallalli los indios y principales, por causa de lo susodicho, tomaron muy grande odio y enemistad a los conquistadores y pobladores y otros españoles que vinieron a estos reinos.
Conocida la tragedia, los principales caudillos atahuallpistas se reunieron en Junta de Guerra. Acordaron finalmente iniciar la resistencia armada a los invasores, gran guerra patria que puso de relieve el valor y heroísmo de los guerreros incaicos, épica gesta que duraría cuarenta años, de 1533 a 1572, abarcando la totalidad del desgarrado Tahuantinsuyo, desde los llanos de la costa hasta las faldas del Aconcagua.

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